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Las ciudades de Montemayor
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▲ Carlos Montemayor (Parral, 1947-Ciudad de México , 2010), flanqueado por su hijos Emilio, Victoria, Jimena y Alejandra.Foto cortesía de Victoria Montemayor
E

n su famoso poema ‘‘Le ricordanze”, Giacomo Leopardi, con triste amargura evoca reclamando los espinosos días que vivió en la juventud:

Né mi diceva il cor che l’età verde
Sarei dannato a consumare in questo
Natio borgo selvaggio, intra una gente zotica, vil.

Recanati, el lugar natal, es visto como incivilizado y su gente como vulgar y vil.

Umberto Saba vio a su hermosa Trieste como áspera y no muy tratable (scontrosa), y la designó así, y la amó por eso y a pesar de eso; Jerez representó para López Velarde el edén perdido donde no quiso o no se dedicó a vivir una vida inocente y quieta, y donde lo mejor fue no volver; para Cavafis la ciudad fue Una y no podía el hombre salirse ni escaparse de ella para rehacer la vida, porque la ciudad lo seguiría sin remedio y donde quiera que llegase el hombre echaría a perder su vida como la echó a perder allí.

La vida en ciudad da sentido y significación especiales a palabras como familia, casa, amor, cultura, civilización, que en la poesía de Carlos Montemayor (Parral, 1947) se convierten en casa, esposa, hijos, amigos no siempre fieles, la mujer que es ara y lecho, el aire milenario de los libros para vivir en los años. La ciudad es el centro de su poesía, o más preciso, cuatro ciudades se levantan en ella: la ciudad de fundación, la ciudad de los años de infancia, la Ciudad de México, y una ciudad, resumen de vida y de belleza, que se halla al final del planeta Tierra. Todas las ciudades se unen en Una de la que él ha querido ser un ciudadano esencial.

La ciudad de fundación –lo intuyeron Teseo y Eneas– es la base original para que se vaya formando una república, un reino, un imperio. Buscarla es explicarnos a la vez, en alguna medida, la raíz del linaje y la raíz de la tierra. La ciudad primordial se vuelve así una historia y un mundo.

La segunda ciudad, la de los años de infancia, tiene nombre y perdura: Parral. Recordar es reconocer y reconocerse. Parral no es un sitio hostil, ni es hermosamente intratable, ni es un paraíso perdido, ni una ciudad que uno traslada cruelmente para ver nuestra minuciosa destrucción. Parral representa un sitio privilegiado y único para quien lo vivió, y el cual debe revisitarse para saber de eso que se vivió y de todas las cosas que tocaron a los cinco sentidos en los años en que todo era nuevo y luz. Desde la punta de los cerros el hombre contempla la tierra natal y recoge imágenes como espigas: hilos de las conversaciones de la madre, la figura del padre, las labores de la mina, el color negro de la plata, el polvo caliente del verano, las voces lejanas, el golpe del río contra las piedras, el viento de armas numerosas, el viento, el viento, el viento. ¿Qué es todo eso que ahora está y lo llama?, parece preguntarse Montemayor.

Poetas como Efraín Huerta y Rubén Bonifaz Nuño han descrito, en una caligrafía donde se unen en el papel el amor y el horror, a la Ciudad de México. Montemayor, cuya visión de la ciudad no es ajena a la de ellos, se ha visto en nuestras calles, plazas, edificios, almacenes, y ha visto también la vida de sus habitantes y ha querido nombrarla. Ha buscado comprender la megaciudad, pero el horror apenas admite comprensión. Ante aquel pequeño pero claro orbe de infancia, las imágenes de la Ciudad de México son sombrías, tristes, oprimentes. Para los poetas que vinieron de hermosos lugares de tierra adentro, la Ciudad de México representa un infierno engañoso donde sólo es posible dejarse caer en uno de sus círculos. Es un sucio laberinto del que es casi imposible huir y donde se tocan y golpean inútilmente muros desolados creyendo que son puertas.

Pero lejos, más lejos, mucho más lejos, está la última tierra y la ciudad última. A ese lugar llamado Finisterra, el poeta llega, y allí, en el mapa vertiginoso del cuerpo desnudo de una mujer y en la ardiente contemplación múltiple del paisaje, mira y descubre en un ahora y siempre, en un instante y para siempre, todas las orientaciones, todas las navegaciones, todos los hechos y todas las cosas del mundo. ‘‘Finisterra”, donde llamean y hablan voces del Walt Whitman planetario, del Fernando Pessoa de las navegaciones marítimas y del Lêdo Ivo de respiración versicular, es el gran poema de aliento de Montemayor, y es una pieza que no se parece a las que ha hecho antes o ha escrito después. ‘‘Finisterra” es un solo y eléctrico verso que canta las glorias y los esplendores del mundo, de la vida, de los hombres. Oigámoslo un momento:

Déjame ahora, Finisterra, aprender el canto de la dulzura, // la permanencia de las rocas o el sol de tu verano, // la firmeza del cielo sobre los mares. // Déjame, con ella, entenderlo. // Contemplar su cuerpo desnudo y sudoroso y acorde con todo, // acariciarlo como los veleros que se remontan sobre el mar // y contemplan desde el oleaje las costas y las peñas, // como la gaviota que besa tu cuerpo // en el menor suspiro de la brisa marina. // No quiero ser ya el dolor de no ser siempre, // no quiero oír el paso fugaz del verso que se lamenta de no ser // más cuando ya se ha dicho. // Déjame besar la raíz intensa en que los sexos se reconcilian // con todas las cosas // y contemplan desde su océano convulso la luz de la // totalidad inmóvil, // la belleza de la dulzura inmortal de las cosas.

Como la ciudad que se levanta piedra a piedra, carlos Montemayor ha levantado una obra poética verso a verso hasta hacer una breve ciudad de música.