asta ahora no ha sido analizado con suficiencia el hecho de que Vladimir Putin –de 67 años, líder de la Federación de Rusia desde finales del siglo pasado y actual jefe de Estado, al que aún restan cuatro de mandato– haya emprendido una compleja maniobra política para, según se afirma en diversos despachos de prensa, mantener el poder por 12 años más a partir de entonces, hasta 2036, cuando alcanzará la edad de 83. La pandemia del Covid-19 desplazó esta noticia de los titulares de los diarios en la primera mitad de marzo, cuando la maniobra avanzó en forma casi decisiva. No logró borrar, en cambio, otro acontecimiento, también complicado y quizá más trascendente, del que Putin fue, asimismo, actor central: el derrumbe de los precios internacionales del crudo. Petróleo y poder en Rusia, tales son los temas de este artículo.
Como se recuerda, tras el derrumbe anterior hace seis años, fue un arreglo entre la OPEP –el otrora poderoso cártel de los mayores exportadores de petróleo, conducido por Arabia Saudita– y una docena de exportadores no-OPEP
–México entre ellos, y de los que Rusia fue en realidad el único importante– lo cual permitió restablecer una precaria estabilidad en el mercado petrolero mundial. El Covid-19 cambió por completo el panorma: al frenar el débil crecimiento de la economía mundial y disminuir la demanda de crudo, produjo un precipitado descenso de los precios. Los saudís propusieron contrarrestarlo, de nueva cuenta, con cortes profundos en la oferta de crudo. En esta ocasión, los rusos se negaron.
Ante este desacuerdo abierto, Arabia Saudita –sometida al mercurial liderazgo del príncipe Mohammed bin Salmán– no solo renegó del acuerdo de Viena, sino que decidió aumentar sin freno su volumen de producción y abatir los precios para expulsar del mercado
a otros productores, en especial a las corporaciones petroleras rusas y a las compañías estadunidenses productoras de aceite no convencional. Como no existe, en esta etapa temprana de la pandemia, perspectiva de una pronta recuperación de la economía, cabe prever un largo periodo de precios bajos de los hidrocarburos. Quizá no concluya antes de que el consumo de combustibles fósiles sea frenado, de manera más duradera, por la transición energética dictada por el cambio climático. En la segunda mitad de este decenio y más allá, la Rusia de Putin deberá encontrar otra palanca de crecimiento.
El presidente optó por un retorcido mecanismo de reforma constitucional que permitirá que los mandatos –limitados como ahora a dos sexenios consecutivos– se cuenten desde cero en 2024: el presidente de la Federación, sin importar el número de veces que haya sido elegido –cuatro en el caso de Putin– podrá ser electo, por primera vez, para presidir una Federación renovada por la reforma constitucional. A los nostálgicos nos entristeció ver a Valentina Tereshkova –primera mujer en el espacio, reliquia viva de la primacia técnica soviética, quien orbitó la tierra 48 veces en el Vostok 6 en 1963– cumplir la peno-sa tarea de presentar a la Duma la propuesta respectiva, aprobada ipso facto el 16 de marzo.
De inmediato, la Corte Constitucional endosó la reforma, dejando sólo pendiente su ratificación por referendo, que se preveía para mediados de abril. Sin embargo, el Covid-19 interfirió con la cuidadosa coreografía dibujada por Putin. Si bien hasta ahora Rusia ha sido uno de los países menos afectados (114 contagiados y ningún deceso al 18 de marzo, según la OMS), nadie se atreve a sugerir que el mal se mantendrá contenido. Hay incertidumbre entonces sobre la realización del plebiscito, pero no tanta sobre sus resultados.
Desde principios de marzo, Vladimir Putin se empeñó en introducir reformas constitucionales puntuales que, a su juicio o de acuerdo con encuestas de opinión, harán más atractivo para los ciudadanos rusos participar en la consulta y quizá votar a favor de las enmiendas propuestas. El ejemplo más publicitado se refiere a una enmienda que prohibiría el matrimonio entre personas del mismo sexo. Es éste un tema controvertido. Su inclusión en el proyecto de reforma obedece más al deseo de aumentar la participación en la consulta –que carecería de validez de no alcanzar el mínimo legal– que en obtener un resultado determinado. Arriesgar un retraso social mayúsculo se considera precio adecuado para alcanzar el objetivo político declarado.
Otras propuestas tienen que ver con la restructuración del aparato del Estado, incluyendo el establecimiento de un nuevo órgano deliberativo, el Consejo de Estado, y con reformas sociales de corte conservdor, como establecer la primacía del idioma ruso en todo el territorio federal y debilitar los límites entre el Estado y la Iglesia ortodoxa rusa. La Rusia que Putin se propone continuar dirigiendo por al menos otros tres lustros se inscribiría en la deriva conservadora presente en varias naciones de Europa oriental.