a escuela pública es una institución central para la solidaridad democrática. Hoy, ante la ausencia física de la escuela, es notable su increíble número de funciones: organiza los calendarios sociales, laborales y vacacionales, permite que padres y madres puedan ir al trabajo, resguarda a un porcentaje importante de la población entre sus muros por varias horas al día y da trabajo y sustento a muchísimas personas, entre otras. Por otro lado, todavía más importante, en ella una generación intenta educar a otra, se producen infinidad de relaciones únicas, da oportunidad a los y las niñas de ser libres de sus padres, madres o tutores por una horas, crea oportunidad de democratizar el conocimiento y muchas otras tantas más.
Con la pandemia, todo lo anterior se esfumó, espero que temporalmente. Lo que quedó es aquello más desterritorializado
e institucional, aquello que es más fácil mover, de trasladar al mundo virtual: la certificación, la planeación de clase, la sobreabundancia de actividades, la evaluación a distancia. También se mantuvo la tarea, pero ahora sobrecargada. Toda actividad escolar es hoy una tarea. Y con ella, la pesadumbre de los y las estudiantes, la angustia de los padres y las madres de fallar en el trabajo y fallarle a los hijas e hijas o, peor aún, a quedar sin trabajo o continuar siendo víctima de la brecha digital y la desigualdad económica, es decir, no tener escuela alguna. Estamos, por tanto, ante una amenaza grave: perder la función democratizadora de la escuela pública.
Ante la crisis global, la escuela debe cambiar la estrategia: llevar a la casa su función solidaria y democrática y dejar a un lado lo institucional y autoritario. ¿Qué significa esto? Primero, eliminar todo vestigio de calificación. Todos los y las estudiantes, desde prescolar hasta bachillerato, deben aprobar el año, sobre todo, si no se abren la escuelas de aquí a mayo. Segundo, reconocer que en momentos como estos, el seguimiento del plan de estudio puede esperar un poco. Tercero, que las autoridades, que muchas veces también son docentes, dejen de vigilar y den a los y las docentes la libertad y la confianza que merecen, para que sean ellos quienes asuman su responsabilidad solidaria y democrática. Cuarto, y con medida de lo posible, apoyarse en la solidaridad comunitaria.
Pero lo anterior es insuficiente si no cambiamos los objetivos de la escuela. Llevamos décadas de reformas educativas tratando de formar al ciudadano competitivo para la sociedad del conocimiento, en detrimento del ciudadano solidario, colectivo, amable, que cuida de sí mismo y de los demás. La escuela en tiempos de pandemia, es también la crisis del sujeto neoliberal que ha tratado de formar la escuela. Hoy, para mí, la escuela debe ofrecer a estudiantes y padres y madres de familia una pedagogía de emergencia, una pedagogía pública, que proporcione conocimientos a todos en la casa para comprender la pandemia, enfrentar nuestros miedos y angustias, y fomentar el cuidado de sí y del otro. Una escuela que enseñe, por ejemplo, que el personal del sistema de salud pública es parte fundamental de la solidaridad social y que en vez de discriminarlos o agredirlos, tenemos que estar agradecidos con ellas y ellos.
A una escuela democrática y solidaria en tiempo de pandemia la hacemos todos. Pero sobre todo la hacen los y las docentes. Somos los y las docentes quienes tenemos que crear esta escuela y reconocer nuestra función como pilar de la solidaridad y la democracia. Pero para ello, la sociedad debe tener presente que como cualquiera, los y las docentes también estamos encerrados con la escuela en casa, tenemos angustias y miedos y, a veces, tampoco tenemos la mente clara para poder trabajar. Una escuela solidaria debe serlo para todos.
* Doctor en Pedagogía e investigador del IISUE en la UNAM. Su último libro: Calidad educativa. Historia de una política para la desigualdad