Domingo 26 de abril de 2020, p. a12
La señora Fletcher, del escritor y guionista Tom Perrotta, es una novela satírica sobre la vida contemporánea, un certero e ingenioso fresco de la identidad, el sexo y la paternidad en el siglo XXI. A través de Eve Fletcher, divorciada de poco más de 40 años, y Brendan, su hijo, que se acaba de ir de casa para empezar la universidad, el autor explora temas como la soledad y la pornografía en Internet y las redes sociales. Con autorización de Libros del Asteroide La Jornada ofrece a los lectores un fragmento de La señora Fletcher.
El inicio de algo importante
El obligado emoticono
El trayecto en coche era largo y Eve se pasó la mayor parte del viaje de vuelta a casa llorando, porque el gran día no había ido como esperaba, aunque en realidad los grandes días nunca respondían a sus expectativas. Los cumpleaños, festividades señaladas, bodas, graduaciones y funerales siempre estaban demasiado cargados de anticipación y las personas importantes en su vida rara vez actuaban como se suponía que debían hacerlo. La mayoría de ellos ni siquiera parecían seguir el mismo guion que ella, aunque eso tal vez dijese más sobre las personas importantes en su vida que sobre los grandes días en general.
Se podía tomar como ejemplo ese mismo día: desde el momento en que Eve había abierto los ojos por la mañana, lo único que deseaba era una oportunidad para hacerle saber a Brendan lo que su corazón sentía, para expresarle todo el amor que había ido creciendo durante el verano, aumentando hasta tal punto que en ocasiones creía que iba a estallarle el pecho. A Eve le parecía muy importante decírselo en voz alta antes de que él se marchase, expresar toda la gratitud y orgullo que sentía, no solo hacia la maravillosa persona que era él ahora, sino hacia el niño encantador que había sido y el hombre fuerte y decente que llegaría a ser algún día. Y también quería tranquilizarlo y dejarle bien claro que ella iba a empezar una nueva vida, igual que él, y que eso sería una gran aventura para ambos. «No te preocupes por mí», quería decirle. Tú dedícate a estudiar mucho y pásatelo bien. Yo ya cuidaré de mí...
Pero esa conversación no llegó a producirse. Brendan se quedó dormido –había estado de juerga con sus amigotes hasta muy tarde– y cuando por fin salió de la cama estaba en un estado lamentable, con tal resaca que fue incapaz de echar una mano con las incorporaciones de última hora al equipaje o de ayudar a cargar las maletas en el monovolumen. Era una absoluta irresponsabilidad dejar que bajara ella sola las cajas y las maletas por la escalera, con los dolores de espalda que tenía, y más aún con el calor húmedo de pleno agosto, que le empapaba de sudor su blusa buena, mientras él se quedaba sentado en calzoncillos sobre las cajas, junto a la mesa de la cocina, luchando con el tapón de rosca a prueba de niños de un bote de ibuprofeno, pero Eve se las apañó para disimular su irritación. No quería estropear la última mañana que iban a pasar juntos refunfuñando por tonterías, aunque él se mereciese una bronca. Despedirse con acritud hubiera sido un flaco favor para ambos.
Cuando terminó de cargarla, Eve tomó varias fotos del monovolumen con la puerta trasera abierta y el maletero repleto de maletas y cajas de plástico, una alfombra enrollada y un palo de lacrosse, una videoconsola Xbox y un ventilador, una neverita y un táper de plástico abierto lleno de comida de emergencia, además de una bolsa gigante de Cool Ranch Doritos, que eran los favoritos de su hijo. Subió la foto menos borrosa a Facebook, junto con una actualización de su estado que decía: ¡De camino a la universidad! ¡¡¡Me siento feliz por mi maravilloso hijo Brendan!!!
. Y a continuación insertó el obligado emoticono y lanzó el mensaje para que sus doscientos veintiún amigos supiesen cómo se sentía y le pudieran responder con un like.
Le llevó dos intentos cerrar el maletero –la maldita alfombra lo impedía–, pero al final lo logró. Permaneció junto a la furgoneta unos instantes, recordando otros viajes por carretera: las vacaciones cuando Brendan era pequeño, los tres rumbo a Cape Cod para instalarse en la casa de los padres de Ted; cuando fueron de acampada a los Berkshires y, como no paró de llover –la tierra se convertía en barro bajo su tienda–, tuvieron que recogerlo todo y buscar un motel en plena noche. Eve pensó que iba a ponerse a llorar en cualquier momento –era algo que iba a suceder tarde o temprano–, pero no le dio tiempo, porque Becca apareció con su bici por el camino de entrada, a tal velocidad y con tal sigilo que pareció un ataque sorpresa.
–¡Oh! –Eve levantó los brazos para protegerse, pese a que no había peligro alguno de que la arrollase–. ¡Qué susto! Mientras se apeaba, Becca la fulminó con una mirada que decía ¿de-qué-planeta-sale-usted?, pero la mueca de desprecio fue tan fugaz que resultó casi imperceptible.
–Buenos días, señora Fletcher.
A Eve le fastidió el saludo, porque le había dicho un montón de veces que prefería que la llamasen por su nombre, pero la chica insistía en llamarla señora Fletcher como si siguiera casada.
–Buenos días, Becca. ¿No deberías llevar casco? Becca soltó la bicicleta, que se mantuvo en equilibrio un instante antes de caer sobre el mullido césped, y se retocó el pelo con ambas manos, asegurándose de que no se había despeinado, cosa que por supuesto no había sucedido.
–Señora Fletcher, los cascos son un incordio.
Eve llevaba semanas sin ver a Becca, y de pronto se dio cuenta de lo plácido que había resultado el interludio y de que no se había percatado de su ausencia, del mismo modo que uno no se percata de la desaparición de un dolor de estómago hasta que vuelven los retortijones. Becca era menuda y adorable, e iba muy arreglada, con el mono turquesa, las zapatillas deportivas de un blanco inmaculado y un montón de maquillaje, excesivo para una adolescente montada en bicicleta una mañana de verano. ¡Y ni siquiera sudaba!
–Y bien –sonrió Eve nerviosa, visualizando su propio cuerpo, la palidez de su piel y el sudor que se le acumulaba bajo las axilas–, ¿puedo hacer algo por ti?
Becca volvió a lanzarle su mirada glacial, para dejarle claro que ya había cubierto su cuota de preguntas idiotas del día.
–¿Está en casa?
–Lo siento, cariño –dijo Eve, señalando el monovolumen con un movimiento de la cabeza–. Estamos a punto de marcharnos. –No pasa nada. –Becca ya había emprendido el camino hacia la casa–. Solo es un minuto.
Eve podría haberle impedido entrar, estaba en su derecho, pero no quería representar el papel de madre malhumorada y castradora, al menos no ese día. ¿Para qué? Su época de madre tocaba a su fin. Y por mucho que le desagradase Becca, Eve no podía evitar sentir cierta lástima por ella. No tenía que ser fácil ser la novia de Brendan, y debía haberle dolido mucho que él terminase con la relación pocas semanas antes de marcharse a la universidad, mientras que a ella todavía le quedaba un año más de instituto. Por lo visto él había hecho el trabajo sucio con un mensaje de texto y después se había negado a hablar con ella; se había limitado a aplastar la relación hasta hacer una bola con ella y la había lanzado a la papelera, una táctica aprendida de su padre. Eve comprendía demasiado bien la necesidad de Becca de mantener una última conversación con la vana esperanza de cerrar el tema con cierta dignidad.
Buena suerte.
Pensando que así les dejaría un cierto margen, Eve llevó el monovolumen hasta la gasolinera Citgo para llenar el depósito y comprobar la presión de los neumáticos. Después pasó por el banco para sacar algo de dinero que le entregaría a Brendan como regalo de despedida. «Para libros», le diría, aunque suponía que la mayor parte se la gastaría en pizzas y cervezas.
Se ausentó durante quince minutos, tiempo más que suficiente para una charla de despedida, pero cuando volvió la bicicleta de Becca seguía tirada en el césped.
Lo siento
, pensó. El horario de visitas ya se ha terminado...
No había nadie en la cocina y Brendan no respondió cuando lo llamó. Volvió a intentarlo alzando más la voz, pero sin éxito. Entonces decidió echar un vistazo en el patio, pero por pura formalidad: ya sabía dónde estaban y qué estaban haciendo. Lo notaba en el ambiente, una vibración sutil, ilícita y muy irritante. Eve no era una madre puritana –cuando iba a la farmacia, siempre le preguntaba a su hijo si necesitaba preservativos–, pero no tenía paciencia para esto, ese día no, no después de haber cargado el monovolumen ella sola y cuando ya iban con retraso. Se acercó al pie de la escalera.