n un artículo reciente decía que el virus transporta no sólo el contagio, sino varias tensiones. La primera es la sanitaria. El propósito es retrasar el salto exponencial de contagiados para evitar que las capacidades sanitarias sean rebasadas. Esta tensión depende de cómo nos comportemos como personas.
La tensión económica. El efecto económico más explosivo que generó el virus fue la disrupción de las cadenas productivas. A diferencia de la crisis de 2008-2009, es una crisis en los sectores directamente productivos. El punto clave ahora es cómo se defienden los empleos. Cuando la población se encuentra en empleo formal, el dilema es cuánto está dispuesto a gastar el gobierno para sostener a los desempleados por la crisis y para sanear a las empresas más afectadas.
Informalidad. Cuando más de 60 por ciento de trabajadores están en la informalidad, existe un problema distinto. Se trata de trabajadores por cuenta propia, informales, sin remuneraciones –que laboran o no para sus familias– y millones más que son subordinados, pero que no cuentan con prestaciones. La informalidad está vinculada con la pobreza, dado que al menos 25 por ciento de los trabajadores ocupados están en la informalidad. En el primer 10 por ciento de la población está más de la mitad en la informalidad.
La tensión social. Un ciudadano con sentido común reconoce las tensiones sanitaria y económica, y añadiría una tercera: la social. Entre seguir la vida en nuestra normalidad o aceptar las medidas que nos llevan a una anormalidad forzada. Forzada, ¿por quién? No estamos en un régimen autoritario, así que esa anormalidad en su mayor parte tiene que ser consentida.
Convergente. Lo característico hoy es la convergencia de las tensiones. Muchos por razones de sobrevivencia han tenido que asumir el riesgo del contagio para evitar su colapso económico. Es necesario dimensionar esta tragedia, porque el informe reciente del Coneval da cuenta de casi 10 millones de personas que en el primer trienio de este año han caído en la pobreza.
La sociedad. La sociedad mexicana ha estado fragmentada. El principio unificador que representó la narrativa de la Revolución Mexicana, eficientemente articulada con la escuela pública, se fue erosionando paulatinamente y se derrumbó en los 80. Se buscaba sustituirla con la narrativa de la modernización que terminó siendo exclusiva y excluyente.
¿Una sociedad organizada? Pero la fragmentación no significa ausencia de organización. La sociedad mexicana se organiza, casi siempre, con tres propósitos: para negociar derechos, demandas y/o prebendas; para defenderse, y para suplir a un agente externo. En todos los casos ese agente externo ha sido el Estado a través del gobierno federal, los gobiernos estatales o municipales, u otro tipo de autoridades que encarna a sus ojos la presencia del Estado. Las dinámicas de las vertientes gremial y ciudadana han hecho de la sociedad un conjunto de archipiélagos con dinámicas propias en general desarticuladas.
Ese Estado de todos tan mentado. El Estado actual está en la encrucijada de tres tipos de conflictos existenciales. Los existentes entre un sistema de partidos extremadamente dañado y coaliciones de ciudadanos que a veces actúan como ciudadanos y a veces como sublevados.
El segundo tipo de conflicto es entre gobiernos representativos y poderes fácticos. Este conflicto está imbricado en el espacio público como resultado de una percepción de inseguridad y de la incapacidad gubernamental para proveer seguridad.
El tercer tipo de conflicto se refiere a la profunda desigualdad entre oligarquías ejerciendo privilegios y los nuevos plebeyos
, que incluyen a trabajadores urbanos formales e informales, estudiantes universitarios y jóvenes desempleados.
En la nueva anormalidad conviene revisar el estado que guarda el Estado mexicano.
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