on el cabello cortísimo à la garç onne, los maxilares en tensión casi permanente, los labios finos, los párpados algo entrecerrados como si quisiera fijar el objetivo de su mira, el habla rápida y a veces tajante, La Chaneca Maldonado era a la vez una mujer temible y deliciosa, imponente y libre. Lejos de cualquier coquetería, su seducción era su oído atento.
La conocí a principios de los años 70. Fernando Rafful, entonces su marido, me invitó a comer en el departamento situado junto a Insurgentes Sur, donde vivía la pareja. Sentados a una larga mesa, Fernando a la cabecera de varios de sus sobrinos, comensales silenciosos, venidos como él, de Campeche, comíamos un menú dispuesto por Chaneca. A veces, hacia el final de la comida, ella aparecía, sigilosa, sorpresiva. De pie, comenzaba sus preguntas a cada uno, de inmediato seguidas por consejos imperiosos que iban de la vestimenta y la vida diaria a la conducta a seguir para lograr las metas deseadas con éxito. Todo esto, de pie junto a la mesa; no duraba más de 10 minutos.
Sus apariciones, ahí y en otros lugares, eran rápidas y efectivas, oculta tras su propia solicitud. Algunas veces, pasó unos momentos al bar del Sanborn’s de San Ángel, donde los sábados se reunía un grupo de escritores, universitarios, cineastas, periodistas, líderes estudiantiles, alguna actriz. Cuando se despidió, Tito Monterroso exclamó: “La Chaneca no deja soñar”. Ante la incomprensión reflejada en algunas caras, alguien más agregó: “Cada uno es libre de soñar en voz alta. Contar la película o la novela que pasará a la Historia, el proyecto que renovará la arquitectura, describir su nombre iluminado en el frontón de los teatros, confiar tácticas y estrategias de una huelga. La Chaneca interviene pluma y papel en mano, pide detalles del proyecto, tema, estilo, materiales, duración, peripecias y avatares, precisiones que no convienen a los sueños. Todo es anotado por su mano, mientras calcula el costo y los beneficios. Impone la realidad a cualquier sueño cuando uno delira por puro gusto, entre amigos, sin más”.
Para Chaneca todo era posible, sobre todo lo imposible. Su ojo avizor descubría talentos. En la agencia de publicidad que dirigió, reunió a varios escritores: Mutis, García Márquez, La China Mendoza, Del Paso, entre otros. Participó en campañas electorales que llevaron dos candidatos a la Presidencia de México.
Mujer de poder, prefería ser eminencia gris. Sus consejos no se dirigían sólo a políticos. También hacía sugerencias a escritores que a gente llamada común. Vi el decorado de su departamento reproducido según sus indicaciones, casi idéntico, en interiores de sus protegidas.
Trazar el retrato de Chaneca, polifacética y de una sola pieza, ocuparía cientos de páginas. Sobran anécdotas, serias o cómicas. No rehuía jugar a Pigmalión cuando la ocasión se presentaba, bastante a menudo. Durante un viaje a Tuxpan en el mismo auto, acepté el juego. ¿Cuál de las dos hace de Pigmalión?
, le pregunté.
Su permanente querella amistosa con La China Mendoza era proverbial. Verlas juntas era asistir a una delirante y jocoso dúo teatral. Una condición: contener la risa. No te invité. ¿Ya ni derecho tengo de gozar sola a mis amigos
, exclama La China al ver a Chaneca. Traigo de comer. No voy a devorar tu comida
. En mi casa, por humilde que sea, hay siempre un bocado para mis convidados
. Chaneca echa una ojeada a su alrededor: Ah, el mismo tequila; te vas a envenenar, voy a mandarte uno mejor
. Yo no enveneno y deja de tratarme como a Juanita la huerfanita
. Chaneca escoge algunas revistas de un montón: “Me llevo mis Procesos que ni lees”. ¿Me tratas de analfabeta?
¡Gila!
, grita Chaneca a la cocinera, ponga mi pollo rostizado en la mesa para todos
. Tengo bastante de comer para todos, no necesito limosnas
. Las réplicas se agudizan, el tono sube, la inteligencia destella, el humor triunfa, la risa escapa. China y Chaneca sonríen a los aplausos.