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Las dudas sin respuesta y Shakespeare
B

ien sabido es que sobre la duda alza Descartes todo su sistema filosófico. Ahora bien, la duda, las dudas de todo tipo, son típicas de una situación en crisis –como la que vivimos–, cuando las normas vigentes dejan de ser tan eficaces y aún no se han implantado las que den confianza. En 1600 el siglo XVI quedaba ya irremediablemente atrás. ¿Qué cabía esperar de la nueva centuria? ¿Qué de las nuevas generaciones? Esos pensamientos, que se vuelven actuales, son los que conturban a Shakespeare y se deslizan en una frase de Hamlet al ridiculizar a un jovenzuelo cortesano, del que desconfía, como mandado por el rey, su tío.

Como Cervantes, Shakespeare critica las torpezas que observa en la sociedad de su tiempo –según Fernández Álvarez–, en particular los matrimonios por interés; a ese fin corresponde nada menos que toda una gran obra, como Romeo y Julieta. Sabemos que el argumento está tomado de la narrativa italiana del Renacimiento, y posiblemente de Bandello (1485-1561), cuyas novelle eran famosas, aunque escasamente originales; pero lo que no era apenas más que un argumento se convierte en manos de Shakespeare en la obra maestra en que se canta el trágico fin de un amor imposible, por la oposición familiar.

Con una técnica muy del barroco, por otra parte –el teatro dentro del teatro–, y que Shakespeare emplea más de una vez –recuérdese el comienzo de La doma de la bravía y la representación que hacen unos cómicos en Hamlet , Shakespeare nos dirá qué es lo que puede aportar el teatro a la sociedad, que será, por supuesto, algo más que llenar unas horas de ocio. Cuando Hamlet se entrevista con los cómicos, les advertirá sobre cómo deben representar la acción, qué es lo que debe esperarse del teatro.

Hamlet, pues, es el que ahora pontifica sobre el teatro. Hamlet, o si se quiere, el propio Shakespeare, que lleva así la acción para declarar su pensamiento sobre el arte dramático: Hamlet: “Que la acción responda a la palabra y las palabras a la acción, poniendo especial cuidado en no traspasar los límites de la sencillez de la naturaleza, porque todo lo que a ella se opone se aparta igualmente del propio fin del arte dramático, cuyo objeto, tanto en su origen como en los tiempos que corren, ha sido y es presentar, por decirlo así, un espejo a la humanidad; mostrar a la virtud sus propios rasgos, al vicio su verdadera imagen, y a ca-da edad y generación, su fisionomía y sello característico…”

Nos recuerda Fernández Álvarez en La sociedad española en el siglo de oro.