s tiempo de acercarse, no de mantener distancia. Y eso puede cambiarlo todo.
En muchas comunidades se formaron pequeños grupos para pensar el virus. Entre rumores e instrucciones de arriba, surgió un amplio espectro de reacciones, desde los que se alzaban de hombros hasta los aterrorizados. Poco a poco se formaron consensos y empezaron a tomarse decisiones, que finalmente llegaron a las asambleas. Aumentó el peso político de la gente. En vez de aislarse y separarse, se juntaron. Ese impulso socavó viejas estructuras patriarcales de poder enquistadas en las comunidades. A muchas y muchos les gustó lo que estaba pasando.
Al montar cercos sanitarios, muchas comunidades cerraron el paso a refrescos de cola y otras chatarras. Los adictos sufrieron, pero se sintió bien el efecto. La gente pensó de nuevo en producir su propia comida y completarla con intercambios con pueblos vecinos. Donde llovió, todos se pusieron a sembrar… Se anticiparon así a la perspectiva general. No los afectará tanto la escasez que se viene ni el alza brutal de precios de los básicos que ya se está manifestando. La clave está en la autonomía alimentaria, como dice bien Raúl Zibechi.
En grandes asentamientos urbanos, como la Ciudad de México o Nueva York, empezó algo semejante. Los individualizados, que no tienen nada que puedan llamar comunidad, empezaron a forjarla. Lo hicieron primero con amigas y amigos, a veces en forma virtual. Pero fue también con vecinos, hasta con aquellos que ni siquiera saludaban aunque vivieron por años a unos pasos de distancia. Lo local recobró su importancia. Se trataba de habitar de nuevo el lugar en que se vive, más allá de la mera residencia. El barrio renació, se formó o se conquistó.
Se multiplicaron los huertos urbanos. Las semillas llegaron a escasear en algunas partes, por la cantidad de familias que instalaron macetas o prepararon el patio trasero o la terraza de sus casas. Muchas cocinaron juntas de nuevo.
El colapso del sistema médico provocó angustia y hasta desesperación. Algunas personas murieron al ir de un hospital a otro, para ver quién los recibía; cuando uno las aceptó era demasiado tarde. Así murió Jaime Montejo, el fundador de la Brigada Callejera de Apoyo a la Mujer. Pescó el virus cuando su pasión de siempre lo sacó una vez más a la calle; no pudo mantenerse confinado ante lo que estaba pasando. Lo rechazaron varios hospitales. En la Ciudad de México.
La tragedia también desató iniciativas. Corrió la voz de que en muchos hospitales morían ocho de cada 10 de los intubados. Fuera o no cierto, se arraigó la decisión de esperar en casa una muerte digna, en vez de sofocarse en una cama aislada. Surgió así la oportunidad de poner a prueba formas de prevención y tratamiento descartadas en el mundo institucional, donde la ciencia médica sigue haciendo experimentos que a menudo son palos de ciego.
Quienes se pasaron 2019 en la movilización, las mujeres que apenas el 8 de marzo desafiaron la normalidad
patriarcal o los jóvenes que usaron cualquier pretexto para ponerse en marcha, no soportaban ya el confinamiento. Querían tomar la calle de nuevo. En abril, empero, empezaron otra reflexión. Habían salido a la calle para pedir algo a las autoridades. Lo que hoy quieren no está en pasillos burocráticos, programas gubernamentales o decisiones de líderes iluminados. Miran ahora en otra dirección, para resistir y trazar caminos que pasan por la desobediencia civil.
Corporaciones y gobiernos siguen tratando de recuperar alguna forma de normalidad
, como mucha gente. Pero la máquina se atranca. El consumo que la mueve se desplomó. Millones perdieron sus empleos o sus fuentes de ingreso, su poder de compra. Otros millones descubrieron, durante el confinamiento, que se puede vivir gozosamente sin ir al centro comercial y que la adicción a consumir puede curarse en pocos días. Ríos de dineros públicos gastados en obras improvisadas o canalizados a corporaciones en apuros no compensan la caída del consumo. Por eso no se reanimará la economía, aunque siga organizándose el despojo y persista el saqueo.
Parece inevitable el choque de trenes, por usar la vieja expresión, nunca más pertinente. El gobierno lleva adelante sus megaproyectos, que destruyen modos propios de vida y quiere a todas y todos al servicio del capital, a cambio de migajas y sometimiento. Los pueblos no desean la confrontación y la violencia, pero no rendirán sus territorios ancestrales. Muchas personas están dispuestas a perder la vida antes que la dignidad, frente a quienes se muestran decididos a usar la fuerza, antes que la razón, para imponer su voluntad.
Una crisis generalizada abre la vía para una reconstrucción de la sociedad
, escribió Illich hace medio siglo. Describió en detalle lo que hoy ocurre. Hay quien llora sobre las ruinas de lo que se perdió. Se añoran prácticas, maneras o instituciones. Pero ya estamos en otra época. No hay lugar al optimismo ni a la ilusión, con tanto peligro, pero ha llegado la hora de abrigar esperanzas.