a pandemia provocada por el Covid-19 no sólo destruyó numerosas existencias; al parecer también dañó el cerebro de muchos sobrevivientes. El lenguaje político en Francia parece cada día más enigmático. Sobre todo cuando se escuchan declaraciones y propuestas. Y no sólo por los giros de 90 grados que se operan en los anuncios y análisis. Cierto, en ocasiones, y no escasas, la situación, por la fuerza de la realidad, obliga a cambiar el discurso. Un ejemplo: durante meses de protestas, paros, huelgas y otras manifestaciones del personal médico, la respuesta de Macron y su gobierno era la misma: no hay dinero. Como la pandemia debida al nuevo coronavirus hizo evidentes las carencias y degradación del sistema hospitalario, el dinero apareció como por magia. Hubo promesas de primas, aumentos de sueldo, capitales para restructurar y salvar dicho sistema en lo concerniente a los cuidados, la investigación científica y el material médicos. Promesas no siempre cumplidas, postergadas con otras promesas. El gobierno se percataba, al fin, de los problemas que afectan la salud pública y que no paliará la vislumbrada privatización de la medicina. El cambio de discurso era obligado. Los anuncios respondían a una exigencia social, lejos de la com
, método utilizado por los políticos para ganarse la opinión y subir en los sondeos de popularidad con fines electorales. En este ejercicio de com
, se emplea a los comunicantes
, considerados expertos en imagen y comunicación. Estos comunicantes
son formados en escuelas de publicidad donde aprenden las mejores técnicas utilizables para vender un producto cualquiera. Poco importa la calidad del producto: el único objetivo es vender la cantidad más grande posible. La lógica comercial es simple, sólo cuenta el resultado y el triunfo del rey dólar nos da la prueba todos los días. En Francia, en el palacio del Elysée y oficinas de ministerios, reina esta fauna como una verdadera plaga. No hay acontecimiento, así parezca anodino, que no sea sopesado por los comunicantes con el fin de manipularlo en beneficio de quien los paga. No importan las contradicciones: sólo interesa el efecto inmediato. Un día se rinde homenaje a la policía, el siguiente a una víctima de la violencia policiaca. Por la mañana se promete mejorar el nivel de vida popular, por la tarde se propaga el miedo de la quiebra, el desempleo consecuente y la necesidad impostergable de bajar los salarios. La única táctica que parece gozar de salud es la del miedo, arma practicada con éxito durante la pandemia y el confinamiento.
Ante los constantes cambios de lenguaje, los comentaristas más sumisos al poder no ocultan su perplejidad, más aún cuando los resultados son desastrosos. Es decir, por completo opuestos a la meta buscada. La popularidad baja en vez de aumentar, las protestas arrecian en vez de apagarse. Deslices de un lenguaje arrogante son seguidos por los mea culpa del mismo poder. Los comentaristas no saben cómo interpretar discursos y actos, si atribuirlos a la incompetencia o la manipulación. Se declara al mismo tiempo la guerra al coronavirus y al remedio de la cloroquina. La pandemia permitió acallar a los chalecos amarillos. Las muertes que pudieron evitarse con una mejor administración de las autoridades levantan quejas judiciales y auguran duros procesos. La unión nacional mengua. ¿Cómo reanimarla? El propicio azar une los ánimos contra el racismo y la violencia policiaca. El ejemplo estadunidense es de inmediato seguido en Francia, donde también hay una víctima de raza negra. Violencia y vandalismo. Un policía de piel negra es casi linchado por gente de color que lo trata de vendido.
Los comunicantes aprovechan la oportunidad y la ministra de Justicia se precipita para invitar públicamente a la familia de la víctima a su oficina. Pero, como los familiares no aceptan visitarla, el resultado se parece al de anuncios publicitarios tan originales que no se sabe qué venden.