l pensamiento liberal sirve esencialmente al sistema capitalista en cualquiera de sus versiones y dimensiones. Por supuesto, con matices: a veces se acercará a la izquierda y otras a la derecha.
Para explicar esto apelemos a su historia, experiencias e ideas. El capitalismo empezó a desarrollarse desde la época renacentista con el comercio ultramarino, sobre todo en Italia. Su franja más estrecha se hallaba en manos de comerciantes independientes. Pero el grueso de las actividades comerciales y de producción lo controlaba la nobleza y su régimen: la monarquía.
Muchas de esas actividades eran abiertos monopolios. Sin embargo, hacia mediados del siglo XVIII, ya la economía y la sociedad albergaban las condiciones para que la clase emergente –la burguesía– pudiera disputarle al Estado absolutista tanto la propiedad del poder económico, creando así las bases del capitalismo –el nuevo régimen de producción dirigido por ella– como el poder político sustentado en aquél.
Esa disputa, como se sabe, debió resolverse por las armas en tres revoluciones señeras: la inglesa, donde la nobleza logró conservar parte de su poder económico y el político; la francesa, en la que la nobleza pretendió hacer lo mismo con la restauración encabezada por Napoleón, sin lograrlo, y la estadunidense, que se independizó de la nobleza y erigió un pleno Estado burgués.
En su libro La riqueza de las naciones, Adam Smith le da fundamentos y falacias a la burguesía para desarrollar y justificar las bases del capitalismo. Y en el libro Teoría de los sentimientos morales da a un supuesto todos
el consuelo ético: los hombres no sólo buscan satisfacer su egoísmo, sino que también se muestran filántropos; un ejemplo contemporáneo: Bill Gates.
Su enseña ideológica, el liberalismo, tenía un fundamento real: la nobleza impedía la dirección económica y social en otras que no fueran sus manos. La monarquía le había dado a su Estado un carácter absolutista: profundamente desigual, excluyente y despótico. Era del todo racional y aceptable un nuevo modo de producir y comerciar. Su ventaja, según el autor, igualaba a los diversos concurrentes y extendía y nivelaba la riqueza, mediante la competencia y las leyes de la oferta y la demanda. Hasta hoy, 250 años después, ambas fórmulas, la idea del mercado compensatorio y la de la voluntad altruista sólo permanecen como una ilusión escoltada por la publicidad mercantil y la propaganda política.
El origen del Estado de la burguesía es, por otra parte, un mito sobre el cual se erigieron las constituciones que aparecen en la base jurídico-social de la sociedad dominada por esa clase. La etapa presocial donde los hombres vivían en estado de naturaleza (como individuos dotados de propiedad, pero sin otra ley que su codicia, endógena o adquirida, y su fuerza para obtenerla) nunca existió. De otra manera, ya la arqueología y la paleontología nos hubieran dado alguna breve noticia de sus vestigios. Diversas interpretaciones de ese mito se las debemos a Hobbes ( El Leviatán), Locke ( Sobre el gobierno civil), Rousseau ( El contrato social) y la legión que les siguió. Ese conjunto de individuos, en el relato de tal mito, para evitar la guerra de todos contra todos resolvió pactar la creación de una entidad superior a la cual dieron la facultad de impartir justicia y, por tanto, ser la depositaria de la fuerza armada para conseguir el estado de derecho, es decir, una autoridad superior ceñida a la ley.
Convirtiendo al individuo aislado aquél en ciudadano, la burguesía aseguraba, en primer lugar, el derecho a ser propietario y a heredar su patrimonio a título de exclusividad. Pero una cosa es que cualquier ciudadano pudiera ser potencialmente propietario y otra muy diferente que todos lo fueran. Lo mismo ocurriría con el poder. Y aquí se entraba ya en los asegunes de la condición propietaria.
La liberal Constitución de Cádiz, ya desde la definición de quiénes tenían la condición de igualdad, tanto en la metrópoli como en sus colonias, excluía a los pardos (los individuos de linaje africano) a los que permitía emanciparse, según la virtud y el merecimiento
que mostraran. Los demás ciudadanos eran iguales, pero sólo podían ser diputados de la nación quienes tuvieran una renta anual procedente de bienes propios
y comprobables (artículos 93-94).
Una constitución de propietarios, en aquel mundo de miserables, resultaba un código de derecha. Por el contrario, el decreto para la Libertad de la América Mexicana (la llamada Constitución de Apatzingán) era un código de izquierda: abolía la esclavitud y garantizaba la propiedad; pero en ella todos los habitantes del territorio nacional, sin excepción, eran considerados ciudadanos al llegar a la mayoría de edad, y no había requisitos de fortuna para ser representante popular. Así se estableció en las constituciones de 1824, 1857 y 1917. Fueron códigos con una orientación de izquierda dentro de una sociedad capitalista. Diferente fue en la Constitución de 1936. Para ser miembro del Supremo Poder Conservador de esta constitución, sus integrantes debían disponer, al día de la elección, de un capital que les produjese, por lo menos, 3 mil pesos de renta anual. Se trataba de un poder de derecha.
En el siguiente artículo abundaré sobre el tema.