l sistema electoral vigente en México no fue diseñado para garantizar procedimientos democráticos, sino para perpetuar el régimen oligárquico, corrupto y neoliberal que fue derrotado en 2018. Es un andamiaje institucional gatopardista que ha asegurado por décadas la confluencia de los partidos en un consenso de continuismo, simulación y tolerancia a la impunidad y la descomposición; también ha garantizado el sometimiento de la vida interna de las fuerzas políticas con registro a las determinaciones (arbitrarias, tendenciosas y sesgadas la mayor parte de las veces) del IFE-INE y del Tribunal Electoral. En uno y otro faltan tanto las atribuciones legales como la voluntad política para sancionar acciones y conductas fraudulentas, pero tienen atribuciones en exceso para imponer decisiones sin derecho a apelación y para manejar presupuestos excesivos y fuera de toda decencia.
Vale la pena analizar este último punto. Los cargos oficiales han sido por tradición un excelente sitio para efectuar negocios sucios y de allí la distorsión cultural, aún no erradicada, de ver en el servicio público un camino rápido al enriquecimiento. Pero incluso la actividad política y partidista en sí misma, es decir, al margen de puestos en el gobierno, fue convertida en el periodo neoliberal en un sector pletórico de oportunidades de negocio, en el contexto de los enormes y onerosos aparatos partidistas financiados con dinero del erario.
Esa distorsión, que data de los tiempos de Zedillo –cuando se aprobó una reforma que le abría a los partidos la llave de los presupuestos–, volvió a los institutos políticos manantial financiero para proveedores de toda suerte que han hecho su agosto tanto en los periodos electorales como fuera de ellos. Consultores, asesores, publicistas, agentes de relaciones públicas, casas encuestadoras, despachos de abogados y contadores, mercadólogos, impresores y productores de materiales audiovisuales o digitales –por no hablar de los operadores
encargados de la compra de voluntades– han vivido durante décadas de este singular mercado al que le importa un pepino las formas de expresión de la soberanía popular; lo único que le interesa es su propia perpetuación. Los partidos, por su parte, en razón de la normatividad vigente, se ven presionados a gastar a manos llenas y sin ton ni son. El desproporcionado aparato verificador del INE, oneroso y absurdo, se limita a verificar que las facturas se apeguen a los formatos correctos.
Poco se habla de estas miserias del régimen de partidos y menos aún de esa visión mercantilista que lo ha impregnado y que se resume en la expresión “ marketing político”, un quehacer de suyo perverso que pretende imponer lógicas comerciales al quehacer político. Para esa actividad, el candidato es un producto, sus propuestas son ofertas, los votantes son consumidores, la ciudadanía es un mercado y, a fin de cuentas, la boleta que se deposita en la urna es un documento negociable. No sólo ocurre en la política, claro: la extrapolación de las lógicas mercantiles a las más diversas actividades humanas es un fenómeno estrechamente asociado al neoliberalismo y ocurre en la educación, la información y la religión, entre otras relaciones sociales que deben apegarse a sus propias reglas y preservar su propia dignidad.
Más allá de lo afortunadas o desafortunadas que hayan sido las designaciones de los nuevos consejeros electorales en la Cámara de Diputados –el tiempo lo dirá–, el sistema electoral y el régimen de partidos siguen estando regidos por los intereses de castas académicas, por el cálculo del beneficio personal o faccioso y por el inconmensurable amor a los presupuestos. Para la Cuarta Transformación no será fácil salir de este pantano. Si el INE y el Tribunal Electoral se mantienen recalcitrantes a los lineamientos de honestidad, austeridad y servicio a los demás que se ha buscado inculcar desde el Ejecutivo federal al resto del Estado, será necesario pensar en una reforma política, así sea a contrarreloj, para sanearlos, adecuarlos a la nueva realidad nacional e imbuirles un sentido del que carecen: el de la democracia participativa, cuya construcción, en complemento a la representativa, es uno de los objetivos de este gobierno. En cuanto a los partidos, el parteaguas de 2018 trazó una clara división entre los que respaldan la transformación nacional –y que no están exentos, sin embargo, de contagiarse de los vicios del viejo régimen– y los que, ayunos de propuestas, no tienen más programa que obstaculizar o hasta derrocar a la Presidencia lopezobradorista. El año entrante se sabrá si la ciudadanía lo ha comprendido así y les niega la conservación del registro o si logran seguir cabalgando sobre descontentos coyunturales y localizados. Pero esta institucionalidad electoral y este régimen de partidos no sirven. Deben reformarse.
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