Domingo 26 de julio de 2020, p. a12
La autobiografía Inside out. Mi historia, de la actriz estadunidense Demi More, publicada por Roca Editores, muestra los secretos de la relación con su madre y sus matrimonios; además, revela las dificultades de mantener su carrera en Hollywood y al mismo tiempo llevar una vida familiar convencional. Las memorias de la también modelo y productora, consideradas descarnadoras y sorprendentes
por la prensa especializada, explican una violación y las adicciones que sufrió. Con autorización de la editorial ofrecemos a nuestros lectores el prólogo y un fragmento del ejemplar.
Prólogo
Había una pregunta que no dejaba de rondarme: ¿cómo he llegado a esto?
Estaba viviendo en una casa vacía, la misma en la que me había casado, la misma que había tenido que reformar y ampliar porque tenía más hijas que habitaciones. Y estaba sola, totalmente sola. Y a punto de cumplir los cincuenta. El marido que creía el amor de vida me había sido infiel y había dado por acabado nuestro matrimonio. Ni siquiera se molestó en intentar salvarlo. Mis hijas me dejaron de hablar. No me dirigían la palabra, ni llamadas de cumpleaños, ni mensajes para felicitarme la Navidad. Su padre, un amigo en el que confiaba plena y ciegamente, había desaparecido de mi vida. La carrera profesional por la que tanto había luchado desde que me marché del piso de mi madre, con tan sólo dieciséis años, parecía haber quedado encallada. O quizás había terminado para siempre. Todo aquello a lo que me sentía unida, incluso mi salud, me había abandonado. Me aquejaban unos dolores de cabeza insoportables y empecé a perder peso a un ritmo preocupante. Me sentía destruida, tanto por dentro como por fuera.
“¿Esta va a ser mi vida? –me preguntaba–. Porque si va a ser así, paso. No sé qué diablos estoy haciendo aquí.”
Me dejaba llevar por la inercia, y hacía lo que creía que debía hacer, como dar de comer a los perros o contestar el teléfono. Era el cumpleaños de un amigo, así que monté una fiestecita en casa e invité a varias personas. Hice lo mismo que los demás: tomé una bocanada de óxido nitroso y, hundida en el sofá de mi comedor, esperé a que me llegara el turno para darle una buena calada al porro. Y eso hice: fumé de esa hierba sintética que habían bautizado como ”diablo”. El nombre no podía ser más acertado, desde luego.
Lo siguiente que recuerdo es que todo a mi alrededor se volvió borroso, confuso. Me veía a mí misma desde arriba, como si me hubiese desprendido de mi propio cuerpo y hubiese flotado hacia el techo del salón. Me sentía en el epicentro de un torbellino de colores y, por un momento, pensé que tal vez el destino me lo estaba poniendo en bandeja. Tal vez esa era mi oportunidad de terminar por fin con el sufrimiento, la vergüenza y el dolor. Quizás así las migrañas, el desamor, la terrible sensación de fracaso, como madre, como esposa y también como mujer, se evaporarían para siempre.
Sin embargo, la dichosa pregunta seguía atormentándome: ¿cómo he llegado a esto? Después de todos esos golpes de suerte en mi vida. Después de todos los éxitos. Después de todo el esfuerzo que me había costado sobrevivir a mi infancia. Después de un matrimonio que empezó como un cuento de hadas. Después de haber conocido al que creía mi príncipe azul, con quien traté de mostrarme tal como soy. Después de haber logrado reconciliarme con mi cuerpo y de haber dejado de matarlo de hambre y de torturarlo. Después de haber entendido que utilizar la comida como arma para librar una guerra conmigo misma no era la solución. Y, más importante, después de haber criado a tres hijas y de haber hecho todo lo que estaba en mi mano para ser la madre que yo nunca tuve. ¿En serio todo ese sacrificio no había servido para nada?
De repente, aparecí de nuevo en mi cuerpo. Estaba convulsionando en el suelo y oí que alguien gritaba:
¡Llamad al 911!
“¡No! –chillé, porque sabía lo que ocurriría después: la ambulancia, los paparazzi y la prensa rosa anunciando a bombo y platillo: Demi Moore, ¡directa al hospital por sobredosis!
Y eso fue justo lo que pasó, tal y como me temía. Sin embargo, sucedió algo que nunca habría imaginado. Después de haberme pasado la vida huyendo, decidí sentarme y enfrentarme a mí misma. Había hecho muchísimas cosas en cincuenta años, pero había pasado la mayor parte de ese tiempo ausente, sin vivirlo de verdad, sin estar verdaderamente ahí, con miedo a ser tal como era, convencida de que no merecía las cosas buenas que me pasaban y desesperada por tratar de arreglar las malas.
¿Cómo he llegado a esto? Pues bien, esta es mi historia.
1
Por extraño que parezca, aún recuerdo los días que pasé en el hospital en Merced, California, cuando apenas tenía cinco años, como unos días casi mágicos. Allí, tumbada en mi camilla con ese pijama de felpa rosa clarito, esperando la ronda de visitas diaria: médicos, enfermeras, mis padres. Me sentía la mar de cómoda. Me habían ingresado hacía más de dos semanas y estaba decidida a ser la mejor paciente que jamás habían visto. En esa habitación tan limpia y luminosa todo parecía estar bajo control, pues en el hospital seguía al pie de la letra una serie de rutinas impuestas por adultos de verdad. (En aquella época, todos sentíamos una especie de admiración por los médicos y las enfermeras: todo el mundo los veneraba, por lo que estar en sus manos me hacía sentir una privilegiada.) Todo tenía sentido: me gustaba que mi comportamiento provocara respuestas predecibles. Me habían diagnosticado nefrosis, una enfermedad que pone en riesgo la vida del paciente y de la que, por aquel entonces, apenas se sabía nada, ya que sólo se había estudiado en hombres. En pocas palabras, es una enfermedad degenerativa en la que el sistema de filtrado deja de hacer su trabajo. Recuerdo el día en que se me inflamaron los genitales y cómo reaccionó mi madre al verlo: pánico absoluto.
Me aterroricé. Me metió en el coche y me llevó enseguida al hospital, donde me pasé tres meses ingresada.
Mi tía era maestra de cuarto de primaria y pidió a sus alumnos que me escribieran postales y cartas deseándome una pronta recuperación. Mis padres me entregaron todas las tarjetas esa misma tarde, todas hechas de cartulina y decoradas con dibujitos de colores. Me emocioné al ver todas esas muestras de cariño, sobre todo teniendo en cuenta que esos niños eran mayores que yo y que además no los conocía. Pero cuando levanté la vista de esas notitas repletas de colores vivos y brillantes, vi la cara de mis padres. Y fue entonces cuando me di cuenta de que no estaban seguros de que pudiera vencer a la enfermedad.
Alargué el brazo, acaricié la mano de mi madre y le dije:
Todo va a salir bien, mamá.
Ella también era una cría. Tan sólo tenía veintitrés años. Mi madre, Virginia King, se quedó embarazada cuando no era más que una adolescente que pesaba cuarenta y cinco kilos. Todavía estaba estudiando en el instituto, en Roswell, Nuevo México. Sí, era una cría. Fue un parto doloroso que duró nueve horas y en el que, justo antes de que yo llegara al mundo, en el último minuto, ella perdió el conocimiento. Para qué engañarnos, no fue la experiencia ideal para crear un vínculo afectivo entre ambas.
Una parte de mi madre no vivía con los pies en el suelo, por lo que rompía esquemas día sí y día también. Había nacido en una familia pobre, pero no tenía una mentalidad de pobre, ni tampoco actuaba como tal. Quería que tuviéramos lo mejor de lo mejor: las marcas blancas estaban totalmente prohibidas en casa, ni de cereales, ni de mantequilla de cacahuete, ni de detergente. Nada. Era generosa y espléndida, y recibía a todo el mundo con los brazos abiertos.