os días de encierro, o de sumo cuidado para salir, son relatados con ojo incisivo por Doris Lessing en Las memorias de una sobreviviente (1974), intento de autobiografía
construido en forma de ficción distópica en un futuro cercano. Poco sabremos de la mujer sin nombre después de pasar con ella 200 páginas. O quizá lo suficiente. Ella observa el panorama social del caos, las ruinas, las migraciones masivas en dos sentidos: los que llegan huyendo de fuera y los que huyen de la ciudad (que es en principio, Londres), donde las pandillas dominan la escena. Los adultos salen lo estrictamente necesario. Allá afuera la precariedad, la inseguridad, el desvanecimiento de la comunidad. En el departamento, los espacios precisos que bien conoce la gente quedada, viuda o abandonada.
El poder de la historia recae en una protagonista secreta, Emily, la chica que un día le es entregada sin mayores explicaciones para que se haga cargo de ella. La mujer conocerá la nueva realidad a través de esta intrusa incómoda, indescifrable, irritante, hostil, maliciosa e ingenua a la vez que, de los 12 años en adelante, crecerá en el departamento de la narradora. Emily sólo conecta con un gato enorme que se convierte en un ingrediente más de la extrañeza. La chica es quien sale, al principio no muy lejos, a la plaza al pie de la ventana, donde se junta con otros chicos. La mujer la espía, intrigada. Luego comienza a desaparecerse y volver sin justificaciones.
Los jóvenes aparecen ignorantes, irresponsables y peligrosos a los ojos de la narradora y las demás personas mayores en total desencanto. Un poco de eso tiene El diario de la guerra del cerdo, de Adolfo Bioy Casares, pero en Lessing el contexto es menos comedia kafkiana y más testimonio de un mundo roto.
Emily crece una turbulenta adolescencia. Su despertar sexual es todo lo preocupante que se puede en un mundo sin rumbo, a la espera de nada, donde los gobiernos son irrelevantes y los hechos se imponen fuera de control.
La narradora se embarca en un inquietante recorrido por casas abandonadas, recámaras saqueadas, corredores desolados, callejuelas ominosas, y experimenta visiones de la infancia de Emily, terribles aunque impalpables, en algún cuarto, sin verificación factual. Al ir comprendiendo la naturaleza arisca de Emily, la mujer, quien cree saber más que la jovencita, aprende de ella la lección más importante: cómo sobrevivir. Es Emily la verdadera sobreviviente. Parafraseando el verso de Words-worth, la niña es madre de la mujer
.
La novela se inspira en el hecho real de que Lessing debió hacerse cargo de un chica intrusa, confiada a ella por sus padres de manera no menos extraña que en la novela. Esta joven, con el tiempo y muchas turbulencias más, también se hizo escritora: Jenny Diski (1947-2016). Al final de sus días, Disky contó sus propias memorias en una serie de entregas para London Review of Books, incluida su versión de aquella sobrevivencia con Lessing, la severa guardiana durante cuatro años (LRB, 37/5, 2015). Disky, diagnosticada de cáncer, ajusta cuentas con su nada maternal madre sustituta y brinda un relato fascinante de la escritora y de sí misma, una chamaca perdida en el mundo del rock, el sexo, las drogas y el total desencuentro con sus padres en los sixties londinenses. No recuerda una sola conversación con ellos: Supongo que debió ser terrible tener alguien que los mirara como yo lo hice. Insolente, descuidada, desafiante
, inclinada al ocio masoquista y a ver el mundo como la tunda universal (universal thump) de Melville en Moby Dick.
La observación política de días extraños es una de las aportaciones más firmes de Lessing. Hija del colonialismo británico, mujer de izquierdas, mala madre y mala esposa confesa, abandonó a sus primeros hijos en su natal Rodesia y se instaló en Londres para hacerse escritora. Heroína natural del feminismo, Lessing es más que eso. Incómoda en el mundo, lo mira con la intensidad de ésta y otras ficciones distópicas, como la saga extrema de Mara y Dan.
Una inteligente lección para nuestros días de encierro y salidas rápidas, nunca sin riesgo, nunca plenamente satisfactorias. De introspección no buscada. Nada parece nimio en el espionaje compulsivo a nuestros vecinos y la intemperie al pie de la ventana. La muchacha de mechón morado que peina su zarigüeya asomada a la ventana de enfrente. La pareja de al lado con discusiones duras en las noches y temprano en la mañana, en estos edificios con paredes de papel. Las fiestas de tres días de los de abajo y su música de miedo. El camotero echando novia con una criada. Las ambulancias y las patrullas. Los paseantes enmascarados en un tiempo de rostros ocultos. La joven madre que en otro edificio todas las tardes trata de entretener a un niño hiperactivo que entra y sale de cuadro constantemente. Vampirizamos la realidad inmóvil. Como James Stewart, el metiche de Hitchcock, estamos atentos a lo que nos mantenga vivos.