Comercio y corrupción
jercer el comercio, ganándose la vida honradamente, no sólo debe ser permisible, sino encomiable. Esa actividad, que tiene orígenes y tradiciones arcaicos, ha sido también factor fundamental para cohesionar y fortalecer el progreso personal y la vida comunitaria.
En el México prehispánico, los tianguis y las rutas del comercio permanente entre los territorios de Mesoamérica, las culturas del altiplano y el imperio maya dejaron huellas y evidencias monumentales que han quedado grabadas para siempre en las metrópolis toltecas y teotihuacanas, así como en las grandes urbes del sureste posclásico.
Durante la Colonia, El Parián de la Plaza Mayor de la capital fue símbolo de su gran pujanza económica y comercial, así como de sus vínculos con la política y el poder de aquellos tiempos.
Ya en los años 50 del siglo pasado, el comercio informal en la capital se integró a un cambio sustancial, a través de un modelo definido y organizado legalmente gracias a la mano de hierro
del regente Uruchurtu, que construyó la más extensa red de mercados en la ciudad, para darle acogida y formalidad; mientras facilitaba la regularización de muchos giros, acabando así con la mayor parte de un ambulantaje que ya no tenía cabida en el México de éxito y de progreso que estaba surgiendo.
Así se encontraba esa actividad comercial, cuando llegaron la globalización y la modernidad
, entre los años 88 y 94, promovidas aquí por un gobierno insensible y contrario a los intereses del país, que desmanteló y aniquiló la cadena de producción-comercialización de arraigo mexicano, para entregarla a una apertura
injusta, traidora y abusiva, que abrió indiscriminadamente nuestras fronteras económicas –que se habían construido arduamente durante décadas–, sometiéndonos a una competencia internacional absolutamente aplastante y desproporcionada, que contaba con una infraestructura productiva y con capitales con los que era imposible competir, ya que disfrutaban de alicientes e impuestos inalcanzables para nosotros, así como organizaciones logísticas de operación y de servicio muy superiores a la capacidad instalada en México y que, además, no tenía la carga costosísima de la corrupción.
De ese modo fue como se entregó y se rindió la plaza mexicana del comercio, de manera absoluta e incondicional, con los resultados desastrosos que hemos sufrido; en una economía nacional que, desde los años 90, no ha vuelto a crecer en términos reales y sí ha catapultado, en forma geométrica, la deuda interna y externa, minimizan a los pequeños y medianos empresarios mexicanos formales que han quedado prácticamente aniquilados, frente a una informalidad multiplicada y desbordada, y ante los consorcios trasnacionales, con sus socios cimarrones, sus cómplices y sus encubridores burocráticos, llevando a México a la tasa de informalidad más alta del continente americano, de Europa y de Asia Central, que alcanzó hasta 60 por ciento de la economía nacional, en 2009, lo cual, afortunadamente, ya se está logrando revertir.
En el ámbito de deterioro que provocó esa política entreguista, las calles, banquetas y esquinas del dominio público y de uso común de todo el país fueron invadidas por comerciantes que encontraron que podían subsistir sin pagar impuestos; sin pagar renta; sin pagar salarios justos, ni prestaciones sociales; sin cubrir cuotas aduaneras, y sin cumplir con ninguna de las obligaciones que el comercio formal debe acatar.
Lo que sí tuvieron que hacer esos comerciantes fue someterse a tributos simbólicos y selectivos de una burocracia corrupta, así como a la extorsión mafiosa de líderes creados y protegidos, en su momento, por el gobierno y su partido único, en complicidad con capos territoriales revestidos de impunidad que se convirtieron en caciques de horca y cuchillo, que han contado con halcones que monitorean todo lo que ocurre en sus dominios y que mantienen grupos de choque que cobran cuotas y agreden a quienes no se someten; mientras, el tráfico de drogas y la prostitución se han multiplicado, en contubernio con extranjeros ilegales que se han infiltrado en todo el país.
Como se puede comprobar, la modernidad globalizadora
llevó a México a una regresión social histórica y a una ilegalidad multiplicada, mientras inmensas fortunas se amasaron en esos territorios de corrupción, en un fenómeno que fue el producto natural de una política económica destructora que dañó a las mayorías productivas, protegiendo intereses ajenos y colusiones delictivas. Y, por ello, ahora es necesario retomar la legalidad y la equidad en la economía y, en especial, en el comercio, desvinculándolo del delito y de la competencia desleal.
Para lograr lo anterior se requiere una política nacional que incluya la totalidad del pequeño y mediano comercio en el país, tanto formal como informal, para que todos cooperen por igual y se sujeten a las mismas reglas, obteniendo semejantes alicientes; dándoles, sin excepción alguna, los elementos necesarios para su subsistencia y crecimiento frente al aplastante poderío de los grandes consorcios protegidos que eluden impuestos, y al acecho aniquilante de la corrupción oficial, a la que hay que seguir combatiendo sin descanso, porque esa es la génesis de todos estos desastres.