Asombro
ara todos quienes hemos vivido en América Latina, las coyunturas electorales frecuentemente incluían especulaciones sobre el despliegue de violencia oficial, el papel de los militares, golpes de Estado e injerencias extranjeras. Nada de esto estaba en el vocabulario estadunidense en torno a sus propias elecciones. Pero hoy día se puede anunciar que, en este sentido, Estados Unidos ya se latinoamericanizó.
No es que las elecciones en Estados Unidos hayan sido un ejemplo de pureza. Por supuesto, existe una larga tradición de maniobras ilegales, corrupción, una larga historia de supresión del voto y un sistema que no puede garantizar que cada voto cuente, ni que se cuentan todos los votos.
Desde 2016 en adelante también se ha estrenado el tema de la injerencia extranjera en el proceso electoral, provocando investigaciones por agencias de inteligencia, acusaciones contra actores foráneos y denuncias rimbombantes de la violacion de esos sagrados principios de la soberanía y la autodeterminación al intervenir en el proceso democrático de una nación, con muy poca ironía al ignorar la historia de injerencia e intervención estadunidense en demasiadas elecciones del mundo.
Esta coyuntura electoral ya de por sí se realiza en un contexto sin precedente: en la crisis de salud pública más grave en un siglo, en la peor crisis económica desde la Gran Depresión y una crisis social con el estallido del movimiento de protesta más grande de la historia del país sobre el racismo sistémico y la violencia oficial.
Pero junto con ello, es una coyuntura electoral donde el mismo presidente está amenazando con detonar una crisis política tan severa que algunos advierten podría marcar el fin del llamado “experimento americano”.
Trump ha cuestionado el mero corazón del sistema político-electoral del país al declarar de manera abierta que no sólo no reconocerá los resultados de la elección el 3 de noviembre si él no gana, sino que tampoco está dispuesto a comprometerse a una transición pacífica del poder, y que él es el único defensor del país ante la amenaza del desorden en las calles promovido por la izquierda radical
y los socialistas
detrás de su contrincante demócrata Joe Biden. Nadie nunca ha dicho algo parecido.
Es en este contexto que de repente y por primera vez en Estados Unidos el debate político ahora incluye referencias a golpe de Estado
, represión armada
, fuerzas paramilitares
ultraderechistas y la pregunta de ¿qué harán los militares?
El New York Times recién publicó un reportaje sobre la creciente preocupación en el Pentágono de que Trump colocará a los militares en medio de una crisis poselectoral citando a oficiales comentando que altos generales podrían renunciar si Trump ordena desplegar las fuerzas armadas en las calles para reprimir protestas
.
El jefe del Estado Mayor, general Mark A. Milley, respondió a preguntas de legisladores federales afirmando que las disputas electorales deben ser resueltas por tribunales y el Congreso, según la ley, y que la institución castrense es y debe ser apolítica
. Concluyó: no anticipo ningún papel para las fuerzas armadas de Estados Unidos en este proceso
. No sorprende su respuesta, pero el simple hecho de que se le haya hecho la pregunta, y que haya tenido que responder, ya es alarmante.
De hecho, cada día se informa de cómo más ex altos funcionarios, ex militares, gobernadores, ejecutivos y líderes sociales están alarmados ante la posibilidad de un escenario poselectoral explosivo.
Con cada ataque de Trump contra la credibilidad y las normas del proceso electoral, se nutre la alarma de que ésta es una elección existencial para este país. David Simon, creador de The Wire y Treme, entre otras exitosas series de televisión, tuiteó que las palabras del presidente de que no reconocerá resultados adversos para él indican que nuestra republica está colapsando a nuestro alrededor. ¡Despierten, chingao!
Tal vez lo único que puede evitar el peor escenario es una ola suficientemente masiva del voto a favor de la deportación de Trump del poder.
El momento es asombroso.