l corajudo reproche, airado y compartido no se hizo esperar. La oposición, manifiesta en partidos, analistas, académicos y medios difusivos, comunicó su sufrida y lastimera decepción con tan inesperada sentencia. La Suprema Corte de Justicia de la Nación, según justiciero y tronante parecer crítico, simplemente erró por completo el camino. Y, lo peor, es que ya no tiene compostura, no hay a quién recurrir en busca de balances. La Corte se sometió, llena de ignominia por su lacayismo, a los dictados del poderoso Ejecutivo mexicano. Ahora ya no hay, de acuerdo con sesudos análisis y predicciones, quién le haga el contrapeso a un funcionario público que ha centralizado todo lo posible. Al frente sólo queda la resignación o la rebeldía (¿será tipo Frena?) ante lo que se atisba como una dictadura y, todavía siendo más enérgicos y valientes, una tiranía. Similar terminajo descriptivo que continuamente asesta a la Venezuela de Chávez su correligionario M. Vargas Llosa. Hoy de parecido talante e idénticas aseveraciones, a las lanzadas por los opinócratas nacionales. Para reforzar sus posturas difundidas profusamente, traen a colación cuanto teórico –pasado o presente– les acomoda para agregar peso a sus afirmaciones.
La inconstitucionalidad de la consulta popular era, según encuesta generalizada entre los usuales opinantes, el único final de la atrevida propuesta de AMLO. Respaldarla, tal y como sucedió, no les cabía en la cabeza
(J. Castañeda). No importa que tal derecho a consultar a la ciudadanía sea, también, de rango constitucional y un paso adelante en la vida democrática. Tampoco que, como después y tramposamente se escrituró, se limite su ejercicio en la letra de leyes derivadas, mismas a las que otro conjunto de opinantes tildó de inconstitucionales desde que se emitieron. Fue por ello que Andrés Manuel López Obrador adelantó, si la Corte emitiera dictamen contrario, que procedería a modificar la Constitución para hacer, de verdad, efectiva la consulta popular.
El asunto no estriba en si la pregunta estaba mal formulada o que se agredían derechos humanos y daba como resultado un concierto de inconstitucionalidades, como un celebrado ministro concluyó en la ponencia derrotada. Lo molesto, lo detestable, era la iniciativa que provenía desde Palacio Nacional. Nada de lo que de ahí se formula puede ser aceptado por la suprema cátedra en inocultable decadencia. Menos todavía si, en el paquete decisorio, viene inscrita la posibilidad que la muchedumbre (bien llamada pueblo) irrumpa, como prioridad, en la ya distinta actualidad.
Ninguno de los reactivos analistas ha podido reconocer con, aunque sea, una pizca de humildad, el valor que implica la determinación de la Corte y la trascendencia de los efectos que habrá de acarrear. Todo se les ha ido, como ya es su inveterada costumbre, en condenas terminales, por lo demás uniformadas hasta el detalle. Tal parece que, una vez más, estamos frente a un curioso fenómeno ya bien explorado. Primero se hacen afirmaciones tajantes sobre realidades evasivas o de plano aventuradas: un presidente autoritario en acción. Segundo, la constante repetición se toman como hechos demostrados: son puras ocurrencias, militariza al país, agrede, polariza, concentra todo. Tercero, cunde la alarma y el miedo sobre una situación que fue creada con palabras sin referente: dictadura en puerta, peligro. Nombran coco al fantasma y luego le tienen miedo, indica la conseja.
De esta singular manera, posturas presidenciales, como el ordenamiento de actuar con estricto respeto a la legislación vigente o a los contratos firmados (mientras no sean claramente abusivos), se toman y paladean por sus contrarios. Sin más, se niega la constante delegación de funciones y decisiones. Al respeto a las autonomías se le cambia de carril y aseguran sus capturas. Los mecanismos de entregas directas, sin intermediarios (fideicomisos) se tornan áreas de ataque con datos falsos. Afirmaciones atrevidas, tapizadas con todos los ingredientes propagandísticos, condenan la intuida derivada que pone en peligro la libertad de expresión. Se amenaza, se ataca, no sólo a esta clave, básica libertad que es, sin duda, cimiento de la democracia.
Andrés Manuel López Obrador, se escucha en la plaza pública, no tiene conciencia de su enorme poder
. Un sonoro eco que crece hasta convertirse en lugar común por voz de sus rectos, severos críticos, sin jamás otear la propia viga. Apabulla a ese, que piensan creciente, segmento social que no está de acuerdo o disiente de su gobierno. No se ha reparado, por parte de la alta, inteligente cátedra, lo que implica la abrumadora y uniformada postura opositora a ultranza que acapara las líneas ágata, los micrófonos y las pantallas del sistema difusivo. Ante la compleja situación generada con las descalificaciones y desacuerdos con el dictamen de la Corte, un tanto asustado y previsor, Diego Valadés concluye su reciente aportación recomendando templanza.