l viernes pasado, mientras la atención de la opinión pública se concentraba en la resolución de la SCJN sobre la consulta popular para investigar a los ex presidentes, la Cámara de Diputados aprobó la reforma que otorga a la Marina la supervisión, control y manejo de todos los puertos del país, así como del comercio marítimo. Con una argumentación que apela a la austeridad, la eliminación de la duplicación de funciones y la necesidad de un mayor orden en las actividades portuarias, la reforma genera nuevos motivos de preocupación al hermanar otra vez la seguridad y la militarización, asociación que ya parece ser un sello identitario de la 4T.
A la reforma portuaria le acompaña el proyecto de reforma que el Partido Encuentro Social, aliado de la bancada de Morena en el Congreso, ha presentado. En él se establece que las fuerzas armadas podrán colaborar en las tareas de la seguridad sin cortapisa de temporalidad, lo cual les concedería la posibilidad de realizar labores de seguridad pública de manera permanente.
Ambas reformas, una aprobada y otra en proyecto, llaman la atención no por su originalidad, sino porque –a contrapelo de las expectativas alimentadas por López Obrador cuando candidato– se sitúan en una línea de continuidad con el cúmulo de reformas y decretos que han empoderado a los militares a lo largo de ya prácticamente 20 años, modificando profundamente las funciones que la Constitución reservaba para el Ejército y la Marina permitiéndoles una cada vez mayor intervención en el funcionamiento del Estado mexicano.
La Guardia Nacional es, ya sin ninguna duda, uno de los principales proyectos de la 4T que en dos años se ha consolidado como el ente de procedencia armada que más funciones civiles ha adquirido. La Ley de la Guardia Nacional le faculta para realizar tanto la totalidad de las funciones de la Policía Federal –en trance de desmantelamiento– como de las policías locales. Además, le confiere autoridad para realizar aprehensiones, cateos, intervención de comunicaciones, espionaje, detención de migrantes y control de aduanas, entre otras funciones.
La incorporación del Ejército y la Marina, como constructores de obras de infraestructura pública, como garantes de la seguridad fronteriza, en labores de contención de la migración y como fuerza de combate a la criminalidad, son los episodios más recientes de la militarización del país. La aprobación de la reforma de puertos y aduanas y la propuesta del PES representarán, por tanto, la conquista de un espacio adicional por las fuerzas armadas.
Ante ello, se hace necesario advertir una vez más el riesgo para la democracia que entraña la creciente preeminencia del Ejército y la Marina. Hoy en el gobierno ya no se habla más de regresar a los militares a sus cuarteles sino, por el contrario, se ha apostado evidentemen-te por incrementar sus roles de autoridad con facultades que antes eran propias del estamento civil. México, es uno de los dos únicos países en América que nunca ha tenido una persona civil al frente de la Secretaría de la Defensa Nacional y hoy los militares, además de las tareas de seguridad y ahora de puertos y aduanas, lo mismo están en funciones de protección civil y de atención a desastres que en campañas de reforestación y protección de áreas naturales; incluso no es infrecuente verlos en distintas partes del país implementando programas sociales.
Mientras las fuerzas armadas sigan acumulando facultades en la implementación de estrategias de gobierno y políticas públicas se corre el alto riesgo de socavar el delicado equilibrio entre el estamento civil y el militar. El saldo de la apuesta creciente hacia las instituciones de orden castrense, que se ha sostenido los pasados cuatro sexenios, evidencia un claro detrimento de las autoridades de carácter civil; baste ejemplificar con el caso de las policías, que en todos estos años no han sido profesionalizadas ni democratizadas.
Por último, es importante agregar que el crecimiento de las facultades militares no ha sido acompañado por el diseño de nuevos mecanismos de control, transparencia y rendición de cuentas; con lo cual, acrecentar su poder implica también incrementar su propio riesgo de corrupción. Recordemos que, históricamente, en México el fortalecimiento del poder militar se ha traducido en un pacto de impunidad que ha beneficiado a las fuerzas armadas frente a hechos lamentables de violación a los derechos humanos. Basta ejemplificar con el caso Ayot-zinapa, en el que aún no hay ningún militar procesado por los hechos, a pesar de existir órdenes de aprehensión contra varios de ellos.
Se avecinan cambios en la Secretaría de Seguridad ante la inminente salida de Alfonso Durazo, quien ha declarado públicamente su intención de contender por la gubernatura de Sonora. Sería muy delicado que el Presidente caiga en la tentación de poner a un militar al frente de dicha dependencia, pues ello significaría otorgar a las fuerzas armadas un poder prácticamente absoluto en materia de seguridad.