os hermosos días de verano terminaron, la penosa estación se anuncia y, en algunos países, el otoño toma un color particularmente sombrío. No se trata aquí de previsiones climáticas sino sociales, políticas, históricas. Francia, como otros países en Europa y en el mundo, vive días difíciles. Varias crisis se agregan unas a otras y se acumulan en forma peligrosa: sanitaria a causa de la pandemia del Covid-19; económica, con múltiples empresas en quiebra y el desempleo en aumento; crisis política muy grave, desde la decapitación de un profesor de historia, Samuel Paty, 47 años, asesinado en la calle, frente a su colegio, por haber cumplido su deber de maestro al dar un curso de educación cívica sobre la libertad de expresión y el destino de la civilización francesa, patria de los derechos humanos, amenazada por enemigos que desean hacerla desaparecer.
Como era previsible, fieles a sus tradiciones, los franceses se hallan divididos en cada punto relativo a estas diferentes crisis. Tantos ciudadanos, tantas opiniones distintas. ¿Cómo dirigir un país donde cada artesano produce su especialidad, lo cual da más de 300 quesos diferentes?, se preguntaba Charles De Gaulle, inquieto ante la perspectiva de escoger y decidir. Hoy, la cuestión sigue planteándose, y en forma aún más inquietante.
Sobre la pandemia del coronavirus, las polémicas no han hecho sino amplificarse prolongándose durante meses desde su aparición. Las decisiones de las autoridades gubernamentales son contradictorias: un día, el ministro responsable afirma que el tapabocas no sirve para nada, al día siguiente anuncia que se infligirá una multa a quien no se ponga la mascarilla. Incoherencias que provocan la indignación ciudadana y no aportan a nadie ninguna ayuda moral o sanitaria. Si los ministros se suceden y se contradicen, el cuerpo médico no se queda atrás y se divide según la mejor tradición de los médicos de Molière o del Doctor Knock, médicos escindidos entre el deber de curar a los pacientes y los gigantescos beneficios financieros previstos por los laboratorios farmacéuticos que compiten entre ellos en busca de una vacuna y donde trabajan muchos expertos médicos.
En fin, la decisión del toque de queda provoca en toda la sociedad un traumatismo del que nadie puede hoy prever cuáles serán las consecuencias a corto y largo plazo. En el plano económico, se trata de una catástrofe para los restaurantes ya tambaleantes por las semanas de confinamiento, pero ahora al borde de la quiebra, lo que no podría sino desencadenar una agravación del desempleo. En cuando al mundo cultural y del espectáculo, la situación es igualmente grave, si no peor. ¿Cómo puede funcionar un teatro si está prohibido al público salir de casa y circular en la calle después de las 21 horas? No les queda sino cerrar sus puertas y abandonar aficionados y artistas a su tristeza ¿y su desaparición?
El asesinato de un profesor de historia, salvajemente decapitado a cuchilladas por un fanático de 18 años, provoca una crisis moral, mental, política y, para colmo, histórica, de gravedad excepcional y de naturaleza distinta a la sanitaria o económica. Son los fundamentos más sagrados de la República y la nación los que ataca este acto bárbaro. Este profesor encarnaba el oficio más representativo de los principios fundamentales del país y era el símbolo mismo. Consagró su curso al concepto republicano de la libertad de expresión, tal como está inscrito en la ley y el cual no puede someterse a religión alguna, sea católica, judía, musulmana o cualquier otra. Así, las caricaturas del Profeta publicadas por la revista satírica Charlie-Hebdo eran un ejemplo de esta libertad de expresión que autoriza incluso la blasfemia. El asesinato de este amado maestro es el asesinato de la libertad de pensar y escribir. ¿Es necesario hacer la guerra para defender esta libertad? Muchos grandes hombres prefirieron morir por ella que vivir sin ella.