ebe haber pocos mexicanos que, en una o varias ocasiones, no hayan lanzado denuestos contra el Instituto Nacional de Antropología e Historia. De ello no se eximen ni sus mismos trabajadores.
Que si el museo está sucio, que si los guardianes tienen malos modos o no están en su lugar, que si pagan poco, que si exigen muchas cosas inútiles, que si sale muy caro o no deja que haga lo que le dé su gana a la industria turística en zonas arqueológicas, que es un estorbo para los constructores de caminos y de grandes edificaciones, etc. La lista de quejas puede ser muy larga y, en algunos casos, son hasta válidas… algunas.
Con un poco más de conocimiento de causa, también es frecuente el aserto de que hay un montón de trabajadores sindicalizados que no tan sólo no dan golpes sino que, además, procuran estorbar a los chambeadores. Todo ello es verdadero hasta cierto punto, máxime si se pone en el otro platillo que en el INAH marcan el ritmo nacional de los estudios de la antropología física y la social, que hay historiadores que no cantan mal las rancheras y, guste o no, están en la cúspide del Sistema Nacional de Investigadores.
Para restaurar y preservar el patrimonio histórico nadie lo supera; la biblioteca que regentea es una de las mejores del país, la Escuela Nacional de Antropología ha mejorado muchísimo (después de una decadencia que derivó del exceso de alumnado), hay museos, de los muchos que posee, que no tienen parangón y, dejo para lo último, a efecto de que suene más, que quienes trabajan en el INAH son los mandamases de la arqueología mexicana y de muchos otros países.
No digamos de su enorme importancia editorial que, tanto por cantidad como por calidad, es hoy día una de las más importantes de nuestro continente, con el valor agregado de que, con frecuencia, publica obras que, por su alta especialización, difícilmente encontrarían cobijo en alguna otra editorial. Debe de tomarse en cuenta que es un organismo plenamente ligado a la administración pública federal, con todos sus inconvenientes y, claro, también alguna ventaja, pero quiero decir con ello que su falta de autonomía es la causa de muchos de dichos inconvenientes, aunque de la potestad que de ello se deriva emerge la autoridad que le ha permitido evitar una cauda de desaguisados.
Que de vez en cuando le meten algún gol, ni duda cabe, pero ¿por qué no se piensa también en la enorme cantidad de agravios de que nos ha logrado salvar?
A veces se escucha la denuncia de que había ahí una casa que no se pudo salvar o una fachada que no se libró de la agresión, mas es muy poco frecuente que se reitere el testimonio de la finca que las huestes del INAH salvaron de la picota o la fachada que se mantiene incólume o espléndidamente restaurada, gracias a trabajadores que perciben mucho menos de lo que desquitan, pero que están emocionalmente comprometidos con su trabajo.
Finalmente, con espíritu federalista, debe subrayarse el hecho de que hay muchas instituciones que se definen como nacionales. El Instituto de Bellas Artes, la Cineteca, la Universidad Nacional Autónoma, el Instituto Politécnico y muchos más, mientras que el Nacional de Antropología tiene presencia permanente en todo el país y no solamente en la Muy Noble y Leal Ciudad de México.
Para Alicia García, antropóloga.