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La muestra

Divino amor

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▲ Fotograma de Divino amor
B

rasil 2027, el discreto encanto de la distopía. El título Divino amor (2019), tercer largometraje de ficción del realizador Gabriel Mascaro (Boi Neón, 2015; Vientos de Agosto, 2014), alude al nombre de un fantasioso grupo de terapia y autoayuda cuya función principal es cimentar los valores familiares, disuadir a las parejas casadas de caer en la tentación del divorcio (y, en caso de incurrir en ella, procurar remediar el daño mediante una reconciliación programada), fomentar también la natalidad y, cabe suponer, frenar en seco cualquier disidencia sexual y naturalmente toda teoría de género. Su principio, su lema y su misión: La familia por encima de todo. Radical, libre y secreta. Todo un programa.

El lugar idóneo para realizar este propósito es un país donde se ha diluido casi por completo la pretensión de un estado laico o inclusive la de un estado de derecho. Un país convertido en un lugar de fe. Esa utopía social a la que aspira el grupo Divino amor está basada en la noción de que Dios vela por el bienestar de los ciudadanos mejor que cualquier gobierno, y que en las personas reside la responsabilidad de proteger la vida y el deber de aceptar sin reparos que la vida propia sea continuamente vigilada. Ése es el Brasil que Gabriel Mascaro sitúa en un 2027, y que imagina desde su primera concepción del film, hacia 2016, tres años antes de su realización final. Por una irónica coincidencia, el estreno de la película se produce el mismo año en que un nuevo gobierno, de corte autoritario y confesional, cambia por completo el perfil político de Brasil. La distopía que Divino amor contemplaba se vuelve de pronto una realidad preocupante. En la ceremonia de toma de poder (el primer día de 2019), el nuevo presidente Jair Bolsonaro exclama: Brasil por encima de todo y Dios encima de todos. Todo un programa.

Divino amor funciona como alegoría social. Su protagonista Joana (Dira Paes) es una empleada en una oficina de registro civil y su labor consiste en acercar a las parejas en discordia, no sólo entre sí, sino a Dios. También es seguidora evangelista y todas sus dudas las comunica a un pastor desde su automóvil (un confesionario que se anticipa al imperativo de la sana distancia). En todo momento se elevan al cielo las plegarias en forma de cantos y se aprovechan los hallazgos tecnológicos para mayor glo-ria del Señor. Se sigue practicando la doble moral: el intercambio de parejas sexuales es un recurso válido para reactivar el deseo, fomentar una reconciliación y cimentar la monogamia duradera.

La película muestra de modo muy gráfico rituales del amor supremo que incluyen coreografías del trabajo sexual en grupo, con fondo de música tecno y luminosidades neón. En esta sociedad utópica, república libidinal divina, todo está minuciosamente vigilado y controlado: detectores digitales de embarazo y estado civil en edificios públicos, rastreadores instantáneos de ADN, depósitos municipales de niños bastardos para adopción. La idea es elevar la modernidad tecnológica al cielo y hacerla luego descender sobre la tierra para un total goce amoroso con bendiciones y en olor a incienso. El director Gabriel Mascaro maneja con astucia el cine de anticipación y una mezcla de melodrama y comedia, tiñendo todo de ironía al evocar una sociedad en la que impera el control sobre los cuerpos, donde el culto a lo artificial se ha vuelto norma y donde las fonteras entre dictadura y democracia, poder terrenal y poder divino, se desvanecen inconteniblemente. En su confusión y fervor evangélico, Danilo y Joana, la pareja del relato, anuncian la llegada próxima del Mesías. Es una ironía perturbadora que éste haya finalmente llegado bajo el nombre de un Jair Messias Bolsonaro, quien con burla socarrona alguna vez exclamó a propósito de la pandemia por coronavirus: Soy Mesías, pero no hago milagros.

Se exhibe en las salas 7 y 2 de la Cineteca Nacional a las 12 y 16 horas, respectivamente.