lrededor de mil personas ingresaron ayer a la sede del Congreso de Guatemala y prendieron fuego a parte de las instalaciones en protesta por el presupuesto aprobado la madrugada del miércoles y avalado el viernes por el presidente Alejandro Giammattei. El presupuesto para 2021, sancionado con los votos de 116 de los 160 diputados, contempla reducciones en los fondos para educación, salud y defensa de los derechos humanos, mientras que otorga mayores recursos a los ministerios de Comunicaciones, Infraestructura y Vivienda, considerados históricamente susceptibles de la corrupción.
La irrupción en el recinto legislativo fue sólo el acto más visible de una intensa movilización popular que se extiende por diversas provincias de la nación y que ha convocado a un amplio abanico social, desde estudiantes y activistas, hasta sectores de las clases medias e incluso al poderoso gremio patronal reunido en el Comité Coordinador de Asociaciones Agrícolas, Comerciales, Industriales y Financieras (Cacif). El rechazo a los tres poderes de gobierno venía en crecimiento por el embate del Ejecutivo y la Suprema Corte contra la Corte de Constitucionalidad, instancia que ganó prestigio y respaldo entre la ciudadanía al amparar los esfuerzos de combate a la corrupción, pero el diseño presupuestal exacerbó a tal punto la indignación que incluso el vicepresidente, Guillermo Castillo Reyes, propuso a Giammattei renunciar de manera conjunta a fin de destrabar el conflicto.
Aunque las causas profundas del malestar social y la inestabilidad institucional que padece el país centroamericano deben rastrearse hasta la temprana formación de una oligarquía que borró las líneas entre el poder económico y el ejercicio de la política –así como a las nunca realmente resueltas secuelas de la prolongada guerra civil (1960-1996)– las razones inmediatas se remontan al fin de la administración de Otto Pérez Molina.
Presidente entre 2012 y 2015, Pérez Molina es un general retirado que en la década de los 80 participó en las masacres de comunidades indígenas perpetradas por la dictadura militar guatemalteca en el contexto de la estrategia contrainsurgente dictada a la nación centroamericana por el gobierno de Ronald Reagan. Estos antecedentes no le impidieron alcanzar el poder por la vía constitucional, pero en septiembre de 2015 se vio forzado a renunciar bajo la presión de incesantes protestas por la trama de corrupción aduanal que urdió junto a su vicepresidenta, Roxana Baldetti, puesta al descubierto por el Ministerio Público (MP) y la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (Cicig). Actualmente se encuentra en prisión a la espera de juicio.
Lamentablemente, la caída de Pérez Molina no dio pie a un saneamiento de la vida pública guatemalteca, sino a la llegada de un personaje acaso más impresentable, el comediante Jimmy Morales. Lejos de tomar nota del hartazgo popular hacia la podredumbre de la clase política, Morales hizo gala del más descarado uso de la investidura para la consecución de sus fines personales, y una de sus primeras acciones de gobierno fue el hostigamiento sistemático contra la Cicig, hasta su liquidación en septiembre de 2018. Este organismo fue creado por acuerdo entre el Estado guatemalteco y Naciones Unidas en 2007 con el propósito de colaborar con el MP en la lucha contra el crimen organizado, la corrupción y la impunidad, y bajo la dirección de Iván Velásquez (a partir de 2013) llegó a convertirse en el principal bastión en la lu-cha contra las malas prácticas oficiales, logrando que se procesara a más de un centenar de políticos, funcionarios y particulares.
La desastrosa gestión de Morales abrió las puertas a la llegada de Giammattei, un conservador opuesto al matrimonio entre personas del mismo sexo y al aborto, partidario de la mano dura
–es decir, de ignorar cualquier consideración de derechos humanos– en el manejo de la delincuencia, y seguidor de la deplorable tradición de sumisión a Washington de la derecha guatemalteca. Víctimas de esta cadena de gobiernos corruptos, hoy los ciudadanos de Guatemala se encuentran de nueva cuenta en las calles para exigir que la clase política se conduzca con el mínimo esperable de legalidad, decencia y sensibilidad en un contexto, para colmo, empeorado por la pandemia de Covid-19 y el paso de los huracanes Eta e Iota.