De afianzar los rumbos
n la sesión oficial virtual, de conmemoración de los 10 años de la inclusión de la llamada cocina tradicional mexicana, cultura comunitaria, ancestral y viva, el paradigma de Michoacán
en la lista representativa de patrimonio cultural inmaterial de la humanidad (PCI), decretada por la Organización de Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco, por sus siglas en inglés), comprendí por qué razón pudo apropiarse el CCGM, Sociedad Civil de accionistas privados (entre los cuales un funcionario del gobierno federal en turno y en conflicto de intereses) de la redacción, promoción, cabildeo ante el organismo internacional y, finalmente, de la explotación de la marca Unesco
, pues, como dijo el actual secretario de Turismo federal el pasado 16 de noviembre: La gastronomía mexicana y el turismo son las dos caras de la misma moneda, y la primera es la puerta de entrada a la cultura de un pueblo, pues el turista se preocupa por su procedencia, porque preserva el medio ambiente y encuentra en los sofisticados platillos contemporáneos la cohesión social y un detonante económico
(sic), para terminar agradeciendo a los chefs “el realce que han dado a nuestra cocina en el ámbito internacional…” Sí, al fin y casi 20 años más tarde, comprendí que mi sueño era eso, un sueño entonces imposible: obtener dicha declaratoria de la Unesco para permitir a nuestro gobierno decretar nuestra milpa una excepción cultural y proteger este policultivo de 8 mil años, sustento imprescindible de nuestras cocinas, con lo que deberíamos haber salvado los componentes de su inclusión en el Tlcan.
Pero se impuso la visión neoliberal del salinismo al convertir en mercancías todos nuestros bienes vitales, incluido el trabajo, más barato que allende la frontera, hasta la explotación del subsuelo supuestamente protegido por la Constitución. ¿Quién iba entonces a comprender la iniciativa mundial que lancé en 2001 ante la Unesco? Y si alguien hubiera comprendido la idea, ello sólo aceleró la separación del maíz y el frijol, la calabaza y el jitomate, los chiles, los cítricos, los aguacates, y todos los ingredientes de nuestras cocinas tradicionales en monocultivos respectivos, bajo el argumento de la mal llamada revolución verde (que debería llevar como emblema la calavera con dos huesos en cruz) de una mayor productividad por hectárea de cultivo… Productividad basada en semillas mejoradas hasta la aberración de las transgénicas, y en el uso de herbicidas, fertilizantes y plaguicidas para controlar una naturaleza maltratada por los mismos métodos de cultivo. Y, sobre todo, por su importancia en la acumulación de capital.
Al tiempo que se ha ido destruyendo el prodigio de los policultivos de maíz, frijol, cucurbitáceas, chiles varios, tomates distintos, quelites infinitos, creación de nuestros antepasados con la utilización en su favor de Natura, haciendo milpas para distintos ecosistemas: de llanos y trópicos, de alturas superiores a 3 mil metros sobre el nivel del mar y de semidesiertos, de esteros salados y de chinampas… Milpas rodeadas de cactus o cítricos, aguacatales o cafetos, cocos, cacao, vainilla, permitiendo el crecimiento de pueblos sanos y bellos según testimonian los extranjeros llegados en los siglos XV y XVI y, no tan lejos, los que conocimos hasta el desastre urbano neoliberal.
¿Qué espera la 4T para reunir el maíz con su familia de plantas y sacarlo para bien de todos del altar cosmogónico, legal y museístico, donde se le quiere conservar como las momias, en multicolores granos secos pero sin sustancia vital? ¿Qué esperamos para recuperar nuestros policultivos, la salud y la soberanía alimentaria?