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Nadie más democrático que el actor y maestro Mauricio Pimentel
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i no es por la pandemia, jamás hubiera visto la telenovela El dragón (escrita por Arturo Pérez Reverte) en la que descubrí al gran actor y maestro de actuación Mauricio Pimentel, quien hace el papel de guardaespaldas y villano con una perfección insuperable. Al preguntarle sobre su formación, me informó que era miembro de la Casa del Teatro, de ahí el rigor de su formación. El dragón es aleccionadora, porque enseña mucho sobre lo que significa el narcotráfico en México, Japón, España y Estados Unidos.

–Desde 2004 soy maestro de Casa del Teatro y he dado clases en el Centro Dramático de Michoacán (Cedram), en Michoacán. Nuestra metodología, nuestra técnica, es la de la Casa del Teatro, un sistema que, de alguna manera, diseñó el maestro Luis de Tavira. Me especializo en la enseñanza del primer año de entrenamiento de los alumnos, la iniciación de los chavos que pretenden ser actores. Me gusta mucho acercarme a ellos, descubrir su personalidad, sus potencialidades y desarrollarlas.

“La escuela tiene una metodología y yo intento personalizarla para que cada compañero descubra su potencial. Dedico muchísima atención a cada uno; hago un seguimiento personal del carácter y la capacidad de cada quien y les doy ejercicios en busca de su altura creadora, su imaginación, su carácter. Soy severo, pero también muy partidario de la libertad creativa.

Todo mi trabajo parte del amor. Lo primero que busco con mis alumnos es la comunicación y la empatía. Siempre he pensado que la actuación no se enseña, sino que se aprende, y yo sirvo, de alguna manera, de guía a los futuros actores.

–¿Mediante sus clases?

–Además de la progresión en el trabajo, debe haber una lógica; soy partidario de que cada aspirante a actor vaya descubriéndose poco a poco.

–¿Se refiere al potencial creativo?

–Desarrollo un método al que llamo el ente escénico

–¿Qué es eso?

–Que cada actor se desarrolle por sí mismo a través de su ente escénico. Les propongo un juego mental: Ok, en la vida tal vez seamos tímidos, inseguros y todo nos cueste trabajo, pero vamos a convertirnos ahora mismo en un personaje fuerte, seguro, a través del ente escénico, que es capaz de transformarnos en triunfador. Finalmente, la tarea más grande del actor es observar la vida y al otro, y ponerse en sus zapatos.

–Pero, ¿a Luis de Tavira le gusta el triunfo? Tengo entendido que se inclina por una formación casi religiosa, una entrega semejante a la de los seminaristas, un entrenamiento que no hace concesión alguna. En Pátzcuaro, por ejemplo, me han contado que los alumnos se convierten en San Francisco de Asís y Juana de Arco. Los estudiantes viven en celdas de mampostería y camas de orfanato. Comen lo que cocinan y, como no saben hacerlo, tienen que conformarse con espaguetis parecidos al engrudo. ¿Cree usted que conducir a chavitos al estoicismo es el camino apropiado para que se vuelvan buenos actores?

–Ciertamente, el maestro Luis de Tavira, en algún momento perteneció a la orden jesuita y mucha de la formación que tenemos en Casa del Teatro parte de su esquema de pensamiento, sobre todo a escala de comunidad y de trabajo. Nuestro entrenamiento tiene que ver con los planteamientos jesuitas: la vida comunitaria y social es parte de nuestra formación como actores. Miguel Cárdenas, a quien le decimos Chamaco, fue durante mucho tiempo, el encargado y productor de Cedram, en el Molino de San Cayetano, en el que vivimos 90 actores y directores.

Las habitaciones del Cedram son austeras, muy sencillas. Más allá de la experiencia de cada uno, los recursos del centro son pequeños y no se destinan a mejorar sus condiciones físicas y materiales.

–¿La austeridad es una tendencia sicológica, la de trabajar sobre sí mismo?

–Sé que muchos de los jóvenes que ahora hacen su comida no la hacían antes, seguro les guisaban sus abuelitas o sus mamás. Creo que guisar para sí mismo y para los demás es un entrenamiento muy fuerte.

Hay tres ejes fundadores en la formación de nuestra Casa del Teatro, la única escuela en México que promueve el trabajo social, comunitario y sicológico. Primero hay que conocerse y aceptarse para después dedicarse a crear a otra persona en el escenario. Parte de la formación es el encierro en Pátzcuaro y las actividades comunitarias. Hacer la comida en común equivale a hacer una obra de teatro. En la formación de los jóvenes, guisar y dar de comer nos enseña a pensar en el otro y a servirlo.

–¿La severidad de su entrenamiento les permite entrar a Televisa, al cine, a hacer papeles comerciales?

–No es eso, lo importante es el trabajo en comunidad y de introspección. Es muy arduo y complejo. Los chavos salen de la comodidad de una vida estable y conocen otra forma de ser. Hacer estas actividades los confronta y los lleva a conquistar cierta libertad e independencia. Los chavos empiezan a tomar decisiones y se dan cuenta de que hay otros valores, que no hay una sola manera de ver la vida y, sobre todo, que uno tiene que hacerse cargo del otro como actor. Por ejemplo, el Teatro Rocinante es uno de los proyectos más importantes en México, porque llega directo a las comunidades más olvidadas.

–¿Qué es el Teatro Rocinante?

–Es un tráiler que se convierte en teatro y pretende llegar a la gente que difícilmente puede acceder a la cultura y al arte. El gobierno de Michoacán apoyó el proyecto y lleva a las comunidades obras de teatro ya probadas universalmente; es decir, grandes textos de grandes autores. Actores egresados de la Casa del Teatro viajan a las comunidades y la gente se forma para entrar a la función. No es un teatro al aire libre, está cerrado con las carpas, tiene su puertita de entrada y eso lo hace mágico. Acude la vendedora de churros o la de elotes, la abuelita con su nieta, el tendero, el ciclista, que al cruzar la puerta entra a otro mundo. No sólo es llevarles una obra de teatro sino otro sentido de la vida. Hay iluminación y sonido profesionales. El montaje puede competir con cualquiera, nuestro trabajo es de mucha exigencia.

–¿La sorpresa?

–Sí, los espectadores, esos ojos que por primera vez se sorprenden al ver el teatro. Es un público que no tiene convenciones: les gusta o no les gusta, si no los atrapa se levantan y se van.

Si les gusta, el que asiste a la primera función corre la voz, y tenemos llenas todas las funciones de gente adulta y de sus niños, de ancianitos con sus pasitos que ven teatro por primera vez en su vida. Se les llenan los ojos de lágrimas de saber que algo así existe. Yo siempre he pensado que todos los actores tendríamos que pasar por algún momento así: tener una experiencia tan cercana con el espectador de las comunidades.