uando la palabra coronavirus empezó a hacerse frecuente en los medios de comunicación, llegaron también las referencias históricas: una crisis sanitaria no vista desde 1918
, un golpe a la economía equivalente al de 1995
, una pandemia sin precedente para la industria, el comercio, el turismo, la convivencia
. A unos días de terminar el año, vale la pena reflexionar y ponderar esos vaticinios.
Ni México ni el mundo son lo que eran en 1918 en términos sociales, económicos, demográficos, democráticos y un largo etcétera. A principios del siglo pasado, la pandemia acabó de destruir a Europa, erosionada por la guerra más cruenta de la que se tuviera registro hasta ese momento. La diezmada población, la golpeada economía sólo recibieron la estocada final con la gripe española
. Nada que ver con economías que parecían haber logrado plena recuperación tras prácticamente una década de luchar contra los efectos de la crisis financiera global de 2008-2009. ¿En qué se parecen entonces 1918 y 2020? En lo que sí hay similitudes es que hay un campo fértil en medio de la devastación económica para planteamientos radicales, antidemocráticos, racistas y regionalistas. Cuidado con los liderazgos de ultraderecha o de extrema izquierda, que germinan en el caos y en los años posteriores a las crisis económicas. No lo digo como analista, sino como integrante de una familia casi borrada de la faz de la tierra en el campo de exterminio en Treblinka.
Por otra parte, para el registro histórico quedará el papel de Estados Unidos. La hasta hoy vanguardia económica del mundo tiene una cifra de contagios y de muertes sencillamente inaceptable e incomprensible. Ha quedado demostrado que de nada sirve la tecnología de punta cuando el dogmatismo y la ignorancia se juntan. De nada sirven los grandes hospitales cuando las personas optan –en una concepción errada de libertad– por ponerse en riesgo. De nada sirven los miles de millones de dólares inyectados a la economía si los ciudadanos creen que ponerse un cubrebocas es equiparable a perder soberanía, y que si hoy les imponen restricciones sanitarias, mañana les prohibirán comprar armas semiautomáticas en algún supermercado. La libertad mal entendida, la libertad
que no contempla a los otros ni se asume como parte de un colectivo, ha dejado a Estados Unidos con la cifra más alta de contagios y muertes a nivel global.
En México la pandemia ha mostrado la capacidad nacional de resistir, levantarse, soportar la calamidad con buena cara y mantener como siempre la esperanza. Lo que nuestro país no tiene en términos de protección social dadas las altas tasas de informalidad en la economía, lo subsana con una red solidaria fincada, principalmente, en la familia. Hablarle de crisis a un mexicano y particularmente a esta generación es un lugar común. La palabra está en el inconsciente colectivo e interiorizada por al menos tres generaciones. Devaluaciones, hiperinflaciones, colapso del sistema financiero, nuevas devaluaciones, desastres naturales relevantes, magnicidios y ahora pandemia. Es cierto, México se ha curtido con sus habitantes de otra manera. Somos mexicanos en las buenas, pero particularmente somos más mexicanos lamentablemente en las malas. Recordarlo y tenerlo muy presente vale la pena al cierre de un año atípico y en la antesala de un año típico: político y electoral. La división ha sido una muy mala realidad para México (véase el siglo XIX en términos territoriales y el XX en términos sociales), pero el espíritu de los tiempos es ese. Creo que en aras de un futuro más promisorio para nuestros hijos, valdría la pena imaginar de qué seríamos capaces, con la fortaleza mostrada este año, si apostáramos a escuchar al otro, convocarnos todos sin distingos a la unidad y así tratar de entenderlo. Ese país que podemos ser está siempre aguardando. No hay crisis pasada, presente o futura, que pueda cambiarlo.
En ese sentido, viene tal vez la semana más idónea para la reflexión. La Navidad es una fecha muy importante para México, precisamente porque esa red familiar de la que he hablado. Se junta, platica, discute, y en la cena arma líos que se resuelven en el recalentado. Es parte de nosotros y esta vez hay un virus silencioso que se esconde en la convivencia, que la hará muy diferente y singular. Esta vez el cariño, la red de protección, la solidaridad no están en el abrazo, en los regalos, en la mesa con pavo o bacalao; hoy está y estará más en una videollamada o en un simple mensaje. Hoy el cariño se mide en función de la distancia y el recuerdo, por doloroso, incómodo y terrible que parezca. Dios mediante, habrá otros años para celebrar juntos y para que, como siempre en el caso de este país hecho a sangre y fuego, los vaticinios y malos augurios sigan fallando.
A mi amigo Juan Manuel Larrieta, gran comunicador. Descanse en paz.