a fase actual de la gestión de la pandemia de Covid-19 es extremadamente difícil. Ocurre cuando prácticamente en todas partes hay un rebrote significativo de contagios y fallecimientos.
El gobierno sueco ha admitido que su estrategia de permitir los contagios como forma de inmunización general no funcionó. En Alemania, tras un control relativamente eficaz, la propagación del virus rebasa a las autoridades. En Estados Unidos hay 315 mil muertos y ya empieza el procedimiento para la vacunación. En España y Gran Bretaña se ordenan severas medidas de distanciamiento social para las celebraciones de Navidad y el año nuevo. Es previsible que, en muchas partes, tras estas fechas, se agrave aún más la situación.
En México hay una reacción del gobierno frente a la expansión de la pandemia, ya era tiempo de tal reconocimiento; puede ser insuficiente. Ha habido demasiados vaivenes y muchos más muertos que los esperados.
La declaración reciente de aplicar el semáforo rojo en la CDMX y el estado de México (que concentran una quinta parte de la población total) para paliar los contagios es un signo claro y, más aún, cuando se hace en plena temporada navideña, de fin de año y de la festividad de reyes. Ésta es una época en que la gran parte de la gente que vive de sus pequeños negocios y ocupaciones comerciales, la mayoría de manera informal y precaria, se abastece para vender y generar recursos. Con eso se enfrenta el lento inicio de año, la llamada cuesta de enero. Es el peor momento para que esto ocurra.
La saturación del sistema sanitario ha crecido inevitablemente, en hospitales públicos y privados no hay camas ni recursos disponibles para atender a los enfermos. Los trabajadores del sistema de salud siguen estando muy expuestos. La perspectiva es muy complicada y no hay lugar alguno para las declaraciones de haber domado la pandemia o aplanado la curva de los contagios.
Al mismo tiempo, contar con la vacuna, y no necesariamente la que sea, pero sí en las cantidades y los tiempos necesarios es, por supuesto, el primer paso para atender a la población, reforzar la economía e intentar ir acabando progresivamente con la pandemia. Pero reconozcamos que nadie puede hoy asegurar como será ese camino. Por ahora no han llegado las vacunas, no se conoce el plan para aplicarlas y toda la gestión de esta fase está a prueba y de modo decisivo.
El proceso que se abre con esto es arduo, se trata de la compra de las vacunas, su recepción, acopio, resguardo, conservación, abastecimiento, distribución y aplicación conforme a una secuencia de cobertura por tipo de población y en todo el país. Los tiempos definidos son largos y eso exige adecuar la estrategia de gestión de la pandemia con mucha transparencia y verdad.
A eso seguirá la observación, registro y análisis de los efectos que tenga para frenar efectivamente al virus y, en algún momento aún desconocido, sostener la inmunidad colectiva. Y ésa es sólo una parte del problema, sobre todo con una vacuna como la de Pfizer, que requiere de medios complejos para su conservación y una segunda aplicación con tres semanas de diferencia. Quedan, además, las interrogantes sobre el efecto de la vacunación.
Ésta es una operación complicada para todos los gobiernos y ciudadanos en el mundo. Las diferencias son significativas en cuanto a la disponibilidad de recursos económicos, capacidades materiales y humanas, así como la efectividad de gestión para realizarla. Es muy alta la posibilidad de que se creen divergencias internas en cuanto a la administración de las vacunas y diferencias sensibles entre distintos países. Esa doble situación debe ser prevista y prevenida de la mejor manera posible.
Por si todo eso no fuera suficiente, en el contexto de un enorme desafío sanitario y político queda el problema de aquellos que se nieguen a vacunarse. Admitamos que mucha gente en el país ha negado y sigue negando la existencia misma de la pandemia y sus consecuencias; que si se cuida lo hace de modo parcial y se expone al contagio. Las avalanchas de personas en el Centro de la Ciudad de México en días recientes exhiben ese comportamiento a las claras.
Este final de diciembre es muy distinto al de marzo pasado, cuando había una cierta predisposición para cumplir las medidas de confinamiento. Pero el curso del año ha impuesto una muy costosa factura económica a la población, ya sean trabajadores o micro, pequeños y medianos empresarios, incluidos otros de tamaño más grande. También genera una cierta adaptación, costumbre y fastidio que relaja los cuidados necesarios.
La capacidad de resistencia personal y familiar no es la misma que antes y tampoco la disposición a pasar penurias. Las condiciones que significa el semáforo rojo serán difíciles de imponer socialmente y en esto tiene que ver la necesidad económica, la sicología del mexicano y la gestión política que se ha hecho de la pandemia.
Hasta dónde puede llegar la pugna entre las medidas impuestas y la resistencia social es una incógnita. Deben prevenirse los enfrentamientos. Tiene razón el Presidente cuando dice que hoy el asunto no admite de politiquería alguna. Y, seamos claros que de ninguna parte.