ste sábado, que se conmemora el movimiento obrero mundial, traigo a la memoria el momento en el cual el zarpazo de la represión o la violencia llegó a nuestros hogares y nos arrebató a un ser querido.
El 1º de mayo de 1977, hace 44 años, fue detenido y posteriormente desaparecido Jesús Cutberto Martínez Meza, en Culiacán, Sinaloa, por integrantes de la novena Zona Militar. Doce mil 54 días después, el 1º de mayo de 2010, fue desaparecido Jesús Daniel Flores García, en Torreón, Coahuila. En el ínterin, el 1º de mayo de 1990, detuvieron y desaparecieron a Tomás Pérez Francisco en Pantepec, Puebla. Si continuara con el recuento quizás faltaría espacio para nombrar a todas las personas con quienes aprendimos a vivir en la ausencia, en la incertidumbre, en la impotencia, en la espera permanente, en los abrazos interrumpidos, en la historia pendiente.
Me hubiera gustado contarles más de Jesús Cutberto y Jesús Daniel, pero a veces los tiempos de la memoria hacen pausas y silencios, aunque más temprano que tarde nos iremos encontrando con la humanidad, la identidad y la esencia de los dos Jesús y de todas las personas que hacen falta en esta sociedad, esas vidas antes de lo inconmensurable de la desaparición forzada.
Sin embargo, quisiera distraerles un momento para hablarles un poco de Tomás, mi padre, con quien almorzamos y nos despedimos la mañana soleada del martes 1º de mayo y que prometió regresar en la tarde con una sorpresa. El hijo mayor de María del Pilar Francisco Luis y Nemesio Pérez Fuentes, el hermano de Leonardo, María del Pilar, Vicente, Lucía, Catalina y Bernardo. El compañero de vida de Juana María Rodríguez Santiago. El padre que me enseñó a leer y escribir cuando estaba en el kínder. El amigo y compañero que se solidarizó con los habitantes de la comunidad La Sabana y luchó con ellos para defender su territorio del caciquismo priísta y policiaco de aquellos tiempos. El campesino que sembró su milpa en el temporal de diciembre pero que ya no lo dejaron cosechar ni preparar la tierra para la siembra de junio. El indígena que aprendió a hablar español hasta que cursó dos años de primaria, que hablaba en las dos lenguas, pero que su pensamiento lo hacía desde la cosmogonía totonaca. El hombre que disfrutaba de andar a caballo, nadar en el arroyo Agua Nacida o en el río Pantepec, jugar basquetbol, participar y organizar los carnavales, bailar, reír, vivir. El compañero que fue consciente de su tiempo y, como decía el escritor Eduardo Galeano, no se equivocó a la hora de elegir estar entre los indignos y los indignados.
De igual manera es importante recordar que los hechos represivos en Pantepec –uno de los 217 municipios del estado de Puebla, ubicado en la parte alta y baja de la Sierra Noroccidental, que según el censo del año pasado tiene una población de 18 mil 528 habitantes en comunidades totonacas, otomíes, tepehuas y mestizas–, vienen de más antes. Desde la década de 1930 se tienen registradas las primeras luchas campesinas por la tierra, pero que se fue agudizando en el tiempo hasta llegar a la matanza del 2 de junio de 1982, cuando guardias blancas, policías municipales de Pantepec y Francisco Z. Mena, así como caciques de la Asociación Ganadera local, masacraron a 26 campesinos de la comunidad de Rancho Nuevo, hoy Progreso de Allende, y que ni antes, ni entonces, ni después se castigó a los responsables. Más aún, según el minúsculo expediente de la averiguación previa 172/990, de tan sólo 20 fojas, dos de los responsables de aquella matanza participaron en la detención de mi padre, ocho años después. Pero que como el delito de desaparición de persona
no estaba tipificado en el Código Penal del estado mereció el cierre del expediente, así como su archivo definitivo
por atipicidad
; situación similar corrió la queja presentada ante la naciente Comisión Nacional de los Derechos Humanos, el 2 de mayo de 1991, sólo que ahí nunca conoceremos su contenido, ya que el expediente se perdió
.
De la detención de mi padre sabemos que ocurrió alrededor de las 5 de la tarde, en las inmediaciones de las comunidades de Ameluca a Ignacio Zaragoza, frente al rancho San Juan, ahí lo esperaban hombres armados y que a bordo de una camioneta roja se lo llevaron con rumbo al rancho Las Palmas, el lugar de operación que el caciquismo priísta de la Asociación Ganadera local, sus guardias blancas y la Policía Judicial del estado, en particular la comandancia de Xicotepec de Juárez, dispusieron para reprimir a la comunidad de La Sabana, hasta hacerla desaparecer. También sabemos que, cuando los empleados del horror pasaron con mi padre detenido por el arroyo que rodea Ignacio Zaragoza, él logró identificar a uno de sus ahijados, a quien sólo pudo gritar: ¡Tocayo, me llevan!
Luego lo golpearon y cayó a la batea de la camioneta. Hasta ahí tenemos certeza de lo ocurrido. Lo demás es un mar de incertidumbre, un camino que han borrado las huellas.
Por último, quisiera compartirles el presente continuo de estas luchas, que en los últimos tiempos tienen que ver con la denuncia por el uso de la fracturación hidráulica – fracking– en la extracción de hidrocarburos y los efectos que esta técnica está provocando en el territorio-tierra y el territorio-cuerpo, en síntesis, en la vida de las comunidades: https://www.youtube.com/watch?v=lX11kPVmNS0
Así, la lucha por el territorio también tiene que ver con la recuperación de la memoria larga de quienes nos han antecedido, de quienes no están y es preciso recuperarles.
Estas palabras también las pienso, siento y nombro en la lengua materna, tutunakú xa nak kachikín (totonaco de Pantepec), para decir que el rompimiento de la desaparición forzada en nuestros pueblos tiene que ver con la ruptura de los elementos de la red de la vida, ahí donde se sustentan los equilibrios y la armonía necesarias, para que, desde nuestra racionalidad del mundo, la vida tenga sentido. Por eso le digo a mi padre y a todas las personas desaparecidas: ¡Nak putsayán hasta na kkgaksan!
* Hijo de Tomás Pérez Francisco, desaparecido político.