ientras asesinan a dirigentes sindicales, defensores de los derechos humanos, líderes campesinos y de pueblos originarios, el Estado colombiano se entrega por completo a la estrategia contrainsurgente diseñada por Estados Unidos para la región.
No hay tregua. Ni los acuerdos de paz han sido respetados ni las comisiones de seguimientos han podido desarrollar su labor. Las amenazas y la impunidad con la cual actúan los grupos paramilitares, amén de la violencia implementada por las fuerzas armadas y la policía, han dejado un reguero de muerte. Según Indepaz (Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz), tan sólo en 2021 han sido asesinados 66 líderes sociales, defensores de los derechos humanos y firmantes del acuerdo de paz. Y en el marco del Paro Nacional, desde el 28 de abril al 23 de mayo, se cuentan 61 víctimas mortales. Según la misma institución, se han perpetrado 40 masacres con 149 víctimas entre niños, hombres y mujeres. El objetivo: desarticular, descabezar los movimientos sociales y las organizaciones populares.
Bajo el manto de la seguridad democrática, se niegan derechos políticos, suspenden las garantías del habeas corpus y se generalizan las detenciones ilegales. Los falsos positivos, aquello que se suponía formaba parte del pasado, emerge con mayor intensidad. No es únicamente Iván Duque o su mentor Álvaro Uribe quienes definen las estrategias y apoyan las acciones genocidas. Ellos son hombres de paja, sus decisiones no les pertenecen. Colombia ha renunciado a ejercer la soberanía sobre su territorio, sea en los aspectos de seguridad, justicia o relaciones internacionales. Las líneas maestras las diseña el Pentágono, la Casa Blanca, las trasnacionales, las agencias de Control de Drogas (DEA, por sus siglas en inglés), la Central de Inteligencia (CIA) el embajador de Estados Unidos y el lobby armamentista.
En las recientes dos décadas, 107 mil 573 militares colombianos han sido entrenados en territorio estadunidense. Sus fuerzas armadas hablan el lenguaje de la muerte y la guerra sucia.
Dependientes tecnológica e ideológicamente del imperialismo del país del norte, juegan, además, un rol activo en la política desestabilizadora en Venezuela. Baste recordar el fiasco del llamado concierto Venezuela aid live, celebrado en febrero de 2019, con el fin de apoyar el paso de camiones con supuesta ayuda humanitaria desde Cúcuta, bajo la mirada del grupo de Lima, la presencia de Juan Guaidó, los presidentes de Chile, Sebastián Piñera, el paraguayo Mario Abdó e Iván Duque, que cumplía las órdenes de Elliot Abrams y Mike Pompeo. En este panorama, el presidente de turno se ve relegado a ser una figura de segundo orden. Su rol se reduce a impedir que tenga éxito cualquier proceso democrático y participativo que altere su papel como gendarme en la región. Washington tiene en Colombia su colonia más preciada. Aunque formalmente no existen instalaciones militares de su propiedad, la presencia de contratistas y enclaves con personal estadunidense se realiza mediante la utilización de bases aéreas: Palanquero, Apiay y Malambo, los fuertes Tres Esquinas y Tolemaica, entre otras y las navales de Cartagena y Bahía Málaga, todo, eso sí, bajo un acuerdo de cooperación etiquetado como lucha contra los cárteles de la droga y el narcotráfico.
En Colombia, no hablamos de militarismo, sino de necropolítica y militarización del Estado. Las fuerzas armadas han incrementado sus tropas 100 por ciento en lo que va de siglo XXI, situándose por encima de los 480 mil efectivos, con un gasto militar equivalente a 16 por ciento del total del presupuesto, sólo por detrás de Estados Unidos para todo el continente.
Asimismo, en 2020 la ayuda militar de Washington alcanzó la cifra de 244,4 millones de dólares. Colombia se ha convertido en un país en el que la represión se ejerce bajo la fórmula de violencia extrema, siendo el terrorismo de Estado la manera que tiene el poder para frenar los movimientos populares, y las luchas democráticas. Nunca en América Latina hubo un Estado sin control judicial ni límites políticos para acometer la represión de sus clases populares, la juventud, los pueblos originarios, si no fuese bajo la fórmula de un golpe de Estado. Pero Colombia realiza dicho genocidio amparándose en una fachada democrática. En Brasil, Chile, Argentina, Uruguay o Paraguay, las políticas de exterminio y el asesinato político se llevaron a cabo bajo la doctrina de la seguridad nacional, con dictaduras y al margen del estado de derecho. En el punto más álgido de la guerra fría, lograron una coordinación regional gracias al apoyo del entonces secretario de Estado estadunidense, Henry Kissinger. Así se gestó la Operación cóndor. Sus acciones, detención ilegal, tortura y la desaparición forzada se llevaron a cabo de forma clandestina. Pero en Colombia no hace falta una dictadura formal, lo es de hecho. Bajo una Constitución dizque democrática se avalan, permiten, defienden y fomentan el asesinato político, criminalizando la protesta social, negando a su pueblo el derecho de vivir en paz.
La tragedia de ver cómo en Colombia su juventud, sus mejores hijos e hijas son acribillados, torturados y violadas, deja al descubierto el desprecio por la vida de los otros, los valores democráticos y la indignidad de una élite que ha decidido vender su país a cambio de unas migajas.
Sólo merecen el desprecio. La dignidad está donde siempre: en la gente de los pueblos y ciudades de Colombia que salen a las calles y luchan por recuperar su independencia y soberanía, secuestradas por una plutocracia al servicio de fuerzas extranjeras.