egún datos del Anuario estadístico de cine mexicano 2020, publicado por el Instituto Mexicano de Cinematografía (Imcine), la reducción de estrenos nacionales durante el año pasado fue de 51 por ciento, registrándose una baja en la asistencia de 84 por ciento debido, básicamente, a la contingencia sanitaria. Esto llevaría pensar que el interés por ver cine mexicano se ha visto seriamente afectado. En realidad, y de modo paradójico, ha sucedido algo distinto. Gracias a la proliferación de oportunidades para ver cine nacional en diversas plataformas digitales (en especial FilminLatino), y por el interés constante de la Cineteca Nacional en difundir cine mexicano independiente, ahora es posible valorar mucho mejor una producción marginal que antes de la epidemia por coronavirus sólo llegaba a cuentagotas hasta las pantallas para luego desaparecer sin dejar rastro significativo ni en la memoria de los espectadores ni en la mayor parte de los medios audiovisuales.
De ese modo, producciones de hace tres o cuatro años que parecían virtualmente enlatadas, en espera siempre de un estreno fugaz o muy discreto, ganan ahora una visibilidad inesperada. Tal es el caso del documental A morir a los desiertos (2017), segundo trabajo de la realizadora catalana Marta Ferrer Carné, quien antes había realizado ya en México su opera prima El Varal (2009), una exploración de la vida en una comunidad guanajuatense en la que muchos lugareños se han visto obligados a emigrar a Estados Unidos en busca de mejores oportunidades laborales. En su nueva cinta hay una aproximación interesante al trabajo de las maquiladoras rurales en el estado de Durango. En esta ocasión, sin embargo, la directora ha centrado el tema de su trabajo en el llamado canto cardenche, una expresión artística local en vías de desaparición. Ese canto cardenche, llamado así en referencia a una planta cactácea cuyas espinas lastiman más al ser extraídas de la piel que al picarse un individuo con ellas, posee un tono muy melancólico relacionado con males de amores o con el desasosiego del individuo frente a una realidad hostil o al presentimiento de la muerte. Los campesinos, aplicados desde hace décadas a la rutina de la pizca de algodón, o los trabajadores en maquiladoras que frabrican pantalones de mezclilla, suelen recurrir a dicho canto como un modo más de aliviar las inclemencias de la explotación laboral, entonando las melodías en pequeños grupos, como el que integran los protagonistas Fidel, Guadalupe, Antonio y Genaro, prescindiendo también de instrumentos musicales y rindiendo un tributo obligado al sotol, el licor pariente norteño del mezcal que mejor alivia y estimula el ánimo de los cantores.
Al tiempo que el documental registra los pormenores de ese canto cardenche tan característico de las regiones desérticas, también observa con detenimiento y sobriedad la vida de los habitantes en el pequeño poblado de Sapioriz, Durango, lugar donde el suceso más sobresaliente es el paso continuo del ferrocarril, un hecho tan puntual y recurrente que los habitantes lo han incorporado a su existencia cotidiana como las polvaderas mismas o como el zumbido de los insectos. A morir a los desiertos captura con acierto la manera en que todas las cosas, en ese lugar, parecen detenerse en el tiempo, anclarse en lo inmemorial y lo estático, muy a contracorriente de cualquier voluntad de cambio. De ahí la sensación de ser la película un réquiem anticipado a la desaparición probable de una comunidad y de sus tradiciones, concentradas estas últimas en la expresión del canto cardenche y en su futuro incierto. Lo notable en la cinta es ver cómo, a partir de esa aparente esterilidad que rige en el medio ambiente, y de toda la tristeza y añoranza sentimental que encierran los cantos, el documental de Marta Ferrer recupera las voces y la energía vital de los protagonistas defensores de esa tradición artística. Visualmente, la cinta es fascinante. El canto cardenche –como en general el bolero o algunos corridos o esa canción desgarrada que en Estados Unidos llaman torch song– queda en la mente de los espectadores a la manera de una melodía persistente o como una notable revelación cultural a la que el cine documental ha logrado conferir una nueva vida.
Se exhibe en la sala 6 de la Cineteca Nacional. 15:30 horas.