n algunos países, llevar a juicio a un ex presidente es una empresa complicada. Los triunfadores de la elección del 3 de noviembre del año pasado en Estados Unidos no pudieron consumarla en contra de Donald Trump, con todo y las abrumadoras pruebas de que el millonario republicano exhortó desde la Casa Blanca al intento de putsch del 6 de enero con el propósito de subvertir el orden institucional. A la República Francesa le tomó nueve años llevar a prisión al corruptísimo Nicolas Sarkozy, el cual fue condenado en marzo de este año a una pena mínima (tres años de cárcel) y sólo se le pudo comprobar uno de los múltiples delitos que se le atribuyen: tráfico de influencias.
Por el contrario, en naciones con sistemas institucionales débiles y precarios, como Perú y Guatemala, quienes logran alcanzar la jefatura del Ejecutivo suelen convertirse en candidatos instantáneos a las rejas, ya sea por el canibalismo de las clases políticas, porque no hay suficientes filtros para impedir que bribones y criminales se vuelvan presidentes o por ambas razones, o bien por otras. Y están también los casos de Argentina, Brasil y México, cuyos marcos legales fueron severamente adulterados para garantizar la continuidad del modelo neoliberal incluso en casos de alternancias sustantivas en la Presidencia.
Nuestro país es un caso peculiar por el fuerte presidencialismo construido en la lógica de la monarquía sexenal con que operaron tanto el desarrollo estabilizador como el ciclo neoliberal. Una de las reglas no escritas del modelo político mexicano consistía en otorgar impunidad absoluta para el gobernante también absoluto una vez que éste dejara el poder. Echeverría encubrió los crímenes de Díaz Ordaz, López Portillo solapó a Echeverría, De la Madrid a López Portillo, Salinas a De la Madrid, Zedillo a Salinas –aunque encarceló a su hermano Raúl para soltar lastre y aliviar presión política–, Fox a Zedillo, Calderón a Fox y Peña Nieto neutralizó los intentos por llevar a juicio al michoacano por el crimen de lesa humanidad que fue su guerra contra la delincuencia
.
El persistente triunfo de la impunidad no sólo era fruto de voluntades personales, sino también de disposiciones constitucionales y legales, por la efectiva supeditación al Ejecutivo de los organismos de procuración e impartición de justicia y porque los gobernantes podían darse el lujo de entregar, en cada transmisión de mando, cajas vacías a modo de archivos.
Pero en 30 años el memorial de agravios recopilado por la población contra los cinco ex presidentes del ciclo neoliberal se volvió más grande que la Enciclopedia de México y la exigencia de llevarlos ante un tribunal se convirtió en una demanda abrumadoramente mayoritaria que choca frontalmente con los casi infinitos obstáculos erigidos también durante décadas y en particular, con un Poder Judicial carcomido por la corrupción, las complicidades, los compadrazgos y el tráfico de influencias. Quien diga que en los tribunales no hay corrupción, o no ha estado en un tribunal o miente descaradamente
, dijo esta semana el ministro presidente de la Suprema Corte de Justicia y presidente del Consejo de la Judicatura, Arturo Zaldívar.
Por eso, para vencer las dificultades que afronta el propósito de sentar a Salinas, Zedillo, Fox, Calderón y Peña en el banquillo de los acusados, es necesaria una manifestación contundente de presión social, y eso se busca con la consulta del próximo 1º de agosto. A fin de cuentas, en este país la justicia no se ha impartido como aplicación de la ley, sino como ritual de conciliación de intereses y, en contadas ocasiones, como consecuencia de la presión social. Romper el inveterado blindaje de impunidad de que gozan los ex presidentes es una de esas decisiones trascendentales que ameritan la expresión de la voluntad popular en un ejercicio de democracia participativa.
Desde luego, hay quienes no desean que los gobernantes del pasado reciente sean sometidos a proceso; los más visibles son los ideólogos, voceros, personeros y operadores del régimen oligárquico, los cuales fueron beneficiarios privilegiados de un mecenazgo presidencial discrecional y ajeno a todo mecanismo de fiscalización, así como el manojo de empresarios que engordó sus cuentas de banco a expensas del erario.
Lo lógico sería que en estas circunstancias hicieran campaña por el no
a los procesos legales contra sus antiguos protectores, pero como saben que esa apuesta está perdida de antemano, han optado por hacer campaña contra la consulta en sí misma y buscan deslegitimarla con pretextos leguleyos y argumentos falaces: que es innecesaria, que es muy cara, que es ambigua, que su resultado no será vinculante, que es una ocurrencia de AMLO, y por el estilo. Así, los portavoces de la reacción han exhibido su miseria moral ante la sociedad: son antidemocráticos por naturaleza y le tienen pánico a la voz del pueblo.
Pero la consulta va.
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