iversos acontecimientos meteorológicos han marcado la agenda mediática en las últimas semanas. Las inundaciones por los desbordes del río Tula, en Hidalgo, y el río Lerma, en el estado de México; el desborde de la presa Zimapán, que amenaza a los estados de Querétaro, Hidalgo, San Luis Potosí y Veracruz; las inundaciones en Aguascalientes; las afectaciones del huracán Grace en Veracruz, y al mismo tiempo, los mínimos históricos de captación de agua del sistema Cutzamala, encargado de proporcionar agua al valle de México, que este año ha registrado una captación aproximadamente 20 por ciento menor que el promedio histórico, no obstante las intensas lluvias registradas.
La escasez de agua pluvial es una pauta que se viene arrastrando desde años anteriores, pues en 2020 se registró uno de los años con menores precipitaciones, cuya continuación derivó en la sequía histórica que vivimos durante el primer semestre de 2021 a escala nacional, que se ha convertido en la más grave de las últimas tres décadas, según las mediciones. Además, 2020 fue el segundo año más caluroso desde que se tiene registro en México, lo que llevó a constatar, con base en cifras de la Conagua, que México es uno de los países más afectados por el calentamiento global, pues aquí se ha observado un aumento promedio en la temperatura de 1.4 grados, cifra superior al aumento medio global en 2020.
El panorama mundial no es menos desolador. Recientemente, el secretario general de la ONU, Antonio Guterres, externaba su preocupación a través de un informe de seguimiento a los Acuerdos de París, firmados por 191 países, pues mientras en ellos se pactó actuar para una reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero en 13 por ciento hacia 2030 con respecto de 2015, la previsión actual, de acuerdo con el comportamiento de emisiones, apunta a que éstas, por el contrario, se incrementarán 16 por ciento hacia 2030. Esta semana, Guterres subrayó, durante su intervención en la apertura de la Asamblea General, el estado de emergencia por el que atraviesa el mundo, al asegurar que nos enfrentamos a la mayor cascada de crisis de nuestra vida
, de entre las cuales la socioambiental ocupa un lugar preponderante.
Con el cambio climático sucede lo mismo que con la pandemia: no bastan las acciones individuales para contrarrestar una problemática de carácter global, transversal y estructural. La economista alemana Maja Göpel ha señalado en reiteradas ocasiones la importancia de poner en el centro el cuestionamiento sistémico del modelo desarrollista que promulga una mayor explotación y extractivismo como fuente de riqueza y desarrollo para los países, reproduciendo así una lógica depredadora sobre los bienes comunes, que alteran significativamente el equilibrio ecológico.
Göpel señala que el énfasis actual de la agenda ecologista se ha centrado en pequeños ajustes al modelo económico y las formas de consumo, pero hace falta un enfoque de transformación sistémica que interrelacione y armonice las dimensiones sociales, económicas y ecológicas mediante una política global activa, propositiva y preventiva; no una reaccionaria, como ella califica a las políticas actuales sobre esta problemática.
Visto así, el enfoque sobre cambio climático ha sido un cúmulo de buenas intenciones en la agenda global, pero se ha mantenido subordinado a las políticas económicas cortoplacistas que procuran religiosamente el crecimiento económico a costa de la destrucción del territorio y patrimonio natural. Esta mirada minimiza los efectos desgarradores de un cambio climático provocado por las potencias y las élites, pero que es padecido por el planeta entero, y principalmente por los más vulnerables.
El Banco Mundial, conspicuo promotor, por cierto, del modelo desarrollista, advirtió en un reciente informe que, hacia 2050, 17 millones de latinoamericanos habrán tenido que emigrar por los efectos del cambio climático. Las sequías y las devastadoras temporadas de lluvias volverán cada vez más rentable abandonar el campo en búsqueda de trabajo en la ciudad, provocando la pérdida de la soberanía alimentaria, la inflación de la canasta básica, y la pérdida de autonomía de los pueblos sobre sus tierras.
Con 30 defensores ambientales asesinados en 2020, y un aumento de 67 por ciento de la violencia contra las personas defensoras de la tierra y el ambiente respecto de 2019, México se ha vuelto el segundo país más peligroso del mundo para estos activistas. Frente a ello, resulta aún más contrastante la apuesta del actual gobierno en favor de proyectos desarrollistas basados en las energías fósiles, que lucen como una expresión anacrónica que reincide en considerar al cambio climático y la depredación ambiental como un mal necesario, dando la espalda a las evidencias que demuestran que es una de las principales causas estructurales del incremento de la desigualdad, la pobreza, las pérdidas agropecuarias del norte y centro del país, el incremento de la violencia y conflictos territoriales en el sureste mexicano, e incluso, el aumento del flujo migratorio por el país.
No basta la generación de acuerdos globales. La reducción de emisiones y la transición a energías limpias son ciertamente necesarias, pero reducir la agenda climática a estos puntos equivale a no reconocer los efectos de un modelo desarrollista que nos acerca cada vez más a un punto sin retorno. Es urgente emprender acciones radicales, de alcance estructural, ya no para alentar la narrativa en favor de un crecimiento y desarrollo insostenibles de las economías emergentes, sino para impulsar la sostenibilidad en todos las dimensiones y niveles de nuestra vida como humanidad; ello implica dejar de considerar a las sequías e inundaciones que azotan con más frecuencia a nuestro país como desastres naturales
, sino entenderlos como desastres socioambientales provocados por el modelo hegemónico desarrollista, que ha permitido la acumulación de poder económico exorbitante en muy pocas manos y ha generado desigualdades sociales escandalosas e inadmisibles.