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Sobre un pedestal
L

as estatuas de personas históricas son muy distintas de otros monumentos de conmemoración. Más que sobre eventos, se levantan como registros morales que debemos admirar y emular. Expresan valores comunes encarnados en personas y carecen de matices. Son reverenciales, no referenciales. Sabemos por los últimos capítulos de la Historia Natural de Plinio El Viejo que las primeras estatuas no divinas fueron para los que habían ganado tres veces la Olimpiada en la Grecia antigua. Se les llamó icónicas porque mostraban a la persona real, no un concepto, como era el caso de las columnas, obeliscos o arcos del triunfo. Pero, como todo, terminó en un abuso y hasta un poeta de tragedias, Accio, se mandó a hacer una suya muy alta, aunque él era muy chaparro, en un templo dedicado a Las Musas. Las estatuas son, desde el inicio, terreno de disputa moral.

Ahora que la remoción de la estatua de Cristóbal Colón introdujo a la opinión pública mexicana en la discusión que existió en la Europa de la posguerra con los símbolos nazis, en el Reino Unido con la efigie del esclavista y minero en Sudáfrica, Cecil Rhodes, y en Estados Unidos con las figuras de los soldados que lucharon a favor de mantener la esclavitud –además de las 33 estatuas de Colón que se han tirado con el Black Lives Matter–, resulta útil recordar la diferencia que existe entre una escultura de una persona en un lugar público y otro tipo de tributos o explicaciones pedagógicas. Una estatua en público significa por quién es, qué celebra y la intención de quien la pagó. Es un objeto romo, chato y obtuso. La de Colón es una idea del suegro de Maximiliano, Leopoldo I de Bélgica, padre del rey cuyas atrocidades en el Congo incluyeron cortarle las manos a los africanos que no cumplieran con una cuota de caucho, la desaparición de aldeas bajo las llamas y todo lo que Joseph Conrad narró en El corazón de las tinieblas. El fallido emperador e invasor de México pensó la estatua de Colón para celebrar una ficción histórica: que se descubrió América, es decir, que sólo se entra a la historia cuando cae en el radar de Europa, y que el despojo y esclavitud de los pueblos originarios de estas tierras era una guerra civilizatoria. La estatua es una justificación de su propia aventura imperialista en el México de Benito Juárez. Por si fuera poco, el almirante genovés festejado estableció la esclavitud en La Española, consintió la violación de las mujeres en su segundo viaje y asesinó en busca del oro que veía en todos lados. Su estatua tiene una función racista. Como escribió Tzvetan Todorov en su ensayo sobre la conquista en América: El año de 1492 simboliza en la historia de España el doble movimiento de un país que repudia a su Otro interior al triunfar sobre los moros y expulsar a los judíos, y en su exterior al pensar a América como suya. La pregunta es: ¿qué se pierde o gana al quitar a Colón de un espacio público?

La objeción de quienes se oponen a la remoción de Cristóbal Colón de Paseo de la Reforma dice, palabras menos, que se trata de borrar un acontecimiento histórico: el desembarco militar y religioso de los europeos en América. No es así. Hay otros espacios que resguardan esa memoria: los museos o los salones de clase. El problema con las estatuas y con los nombres de las calles –como Puente de Alvarado o Gustavo Díaz Ordaz– es que carecen del contexto que se les puede dar en otros sitios. En el caso del museo, sería para resguardar su valor estético y dotarla del pequeño matiz de que se trata de un almirante esclavista. Se han hecho, por ejemplo, exposiciones sobre los instrumentos de tortura pero jamás se ha propuesto hacer un monumento con ellos. No es necesario, tampoco, que para recordar el impacto que los bombardeos alemanes tuvieron sobre Londres haya que consentir una estatua para Hitler. La idea de que existen culturas superiores e inferiores es lo que encarnan las estatuas de Colón o las de Rhodes en la Sudáfrica del apartheid y quitarlas en modo alguno quiere decir que se deje de enseñar su impacto sobre el presente. Aquí hablamos del espacio público que manda señales unívocas hacia ti, a tus antepasados y a tus descendientes. ¿Es justo que algo que sigue llenando de dolor a las comunidades indígenas siga en pie sin poder contestarle, describirle, argumentarle?

Esto va acompañado de la disculpa política. Quitar estatuas y nombres de calles o plazas es facultad del Estado porque la condena oficial es más significativa que la individual. Su mensaje es inequívoco: ya no se es cómplice de esa injusticia. Cuando el Estado español se niega a darle una disculpa política a los pueblos originarios de México, lo que está diciendo es que no rechaza lo que se hizo en su nombre y que, por lo tanto, podría repetirlo. Condenar es un acto expresivo: afirma la posición moral de las víctimas frente al desdén de los poderosos. No se trata de defender el horror argumentando que la esclavitud era legal o que las guerras de exterminio eran algo que se estilaba en ese entonces o desde los romanos en las Galias o los cruzados en Tierra Santa. Todos esos alegatos le siguen escamoteando a las víctimas una posición del derecho a la indignación. Porque no se trata de si Castilla y Aragón eran o no todavía España o si México era un conjunto de pueblos, sino de la posición de igualdad moral hacia las víctimas. Es en ese sentido que me perturba la negativa del gobierno español a la petición de disculpa política de su Estado.

Por mi parte, apoyo que se quite a Colón porque no quiero vivir en una sociedad que expresa admiración por el racismo, el despojo, la esclavitud y las ansias de oro. No se puede condenar sin retirar su figura. No se puede honrar tan sólo una parte de su biografía, escondiendo el mal que hizo y cuyas consecuencias están todavía ahí. Las estatuas no son para educar, son para emular.