las seis de la tarde de ayer cerraron las urnas de los comicios en los que el presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, buscaba su cuarto mandato consecutivo, así como mantener el control sobre la Asamblea Nacional. Aunque los primeros resultados oficiales se divulgaron hasta la medianoche, generaban poca expectación: la relección de Ortega se daba por sentada en un contexto en que 39 líderes opositores permanecen detenidos desde mayo pasado y miles de disidentes han sido orillados al exilio, además de que el oficialismo controla el aparato judicial y al Consejo Supremo Electoral y, a través de éste, ha proscrito a los principales partidos de oposición.
Con los principales aspirantes a la Presidencia encarcelados –Cristiana Chamorro, Arturo Cruz, Félix Madariaga, Juan Sebastián Chamorro, Miguel Mora, Medardo Mairena, Noel Vidaurre y Berenice Quezada–, más que un proceso de expresión de la voluntad popular, lo ocurrido ayer fue una nueva sima en la degradación de la institucionalidad nicaragüense y un espectáculo de simulación que no engaña a propios ni a extraños.
Por su absoluta falta de legitimidad y legalidad, la previsible relección de Ortega amenaza con reavivar el descontento social hacia su gobierno y relanzar al movimiento de protesta que en 2018 aglutinó a los más diversos sectores, una verdadera irrupción ciudadana que la autocracia orteguista sólo consiguió sofocar al costo de más de 300 muertos, la creación de grupos de choque paramilitares y la instauración de un verdadero Estado policial. Si durante su segundo y tercer mandatos (2006-2016) Ortega pudo mantener un barniz de legitimidad gracias al espejismo de un crecimiento económico sustentado en el remate de los bienes públicos y el ahondamiento de la desigualdad, el movimiento de 2018 dejó claro que la fórmula se encontraba agotada y que el régimen es intrínsecamente incapaz de procesar las demandas sociales con métodos distintos a la violencia más cruda.
El apoyo estadunidense al brutal régimen de Anastasio Somoza padre e hijo, así como su papel en el patrocinio y entrenamiento de la sanguinaria contra durante la década de los 80 quitan toda autoridad moral a las críticas lanzadas contra el sandinismo por Washington y los organismos que le son afines, pero ello no oscurece el hecho de que hace tiempo el orteguismo dejó de representar los ideales por los que miles de nicaragüenses lucharon y dieron la vida el siglo pasado.
Nicaragua, largo tiempo azotada por la dictadura somocista respaldada y sostenida por Washington, hoy padece un autoritarismo de cuño local que no da signos ni de entender el sentir de sus gobernados ni de poseer la prudencia para hacerse a un lado a fin de conjurar un nuevo baño de sangre. Así, los nicaragüenses se enfrentan a dos perspectivas sombrías: someterse a un gobierno errático, corrompido y violento o emprender la disidencia en un ambiente de completa falta de garantías a sus derechos humanos.