l socialdemócrata Olaf Scholz se convirtió ayer en canciller de Alemania al frente de una coalición tripartita, encabezada por su partido y acompañada por los Verdes y los liberales del Partido Democrático Libre. El traspaso de poder supone no sólo el regreso de la socialdemocracia al Ejecutivo alemán después de 16 años, sino el fin del dilatado periodo en que los destinos de la mayor economía europea fueron conducidos por Angela Merkel, política conservadora que mantiene enorme popularidad y que en las semanas recientes ha recibido una serie de homenajes por una gestión considerada exitosa, lo mismo por sus simpatizantes como por muchos de sus detractores.
De lo que no cabe duda es de que la ahora ex canciller marcó toda una época por su estilo sobrio, que fue más allá de la circunspección que ha caracterizado a los líderes alemanes desde la posguerra; por sus habilidades de negociación; su valentía política al momento de tomar decisiones correctas, pero impopulares (como la admisión de cientos de miles de migrantes cuando la mayoría de naciones occidentales les cerraron vergonzosamente las puertas); por su moderación frente a rivales geopolíticos de Occidente como Rusia, China e Irán, y por su determinación en coyunturas en que fue necesario fungir como contrapeso de Washington, en particular durante la administración Trump.
No todo fueron luces. Es imposible olvidar el sufrimiento humano propiciado por el empecinamiento de Merkel en apegarse a la ortodoxia neoliberal y erigirse en principal valedora de los bancos alemanes cuando la crisis global de 2007-2008 se convirtió en una crisis de deuda pública para España, Portugal, Italia y Grecia. La cruel inflexibilidad del Banco Central Europeo (controlado por Alemania) con el último de esos países mediterráneos lo sumió en una verdadera catástrofe social y humanitaria que incluyó recortes drásticos a salarios, pensiones, salud, educación, así como el remate de bienes públicos, que fueron adjudicados a entidades privadas, en una ola de rapiña de la que la sociedad griega está lejos de haberse repuesto. Con todo, ha de apuntarse que esa actitud se encuentra en consonancia con el sentir mayoritario del pueblo alemán, según el cual la responsabilidad de la crisis griega recae en la supuesta falta de mesura y previsión de sus ciudadanos, por lo que ese trato draconiano a Grecia aumentó la aprobación interna de la líder conservadora.
Scholz, por su parte, tiene un difícil panorama por delante: no sólo encara la tarea de llenar los zapatos de su predecesora, sino que arranca su administración en momentos en que la sociedad alemana se encuentra profundamente dividida por la respuesta a la pandemia, con un nada desdeñable sector que niega la existencia misma del coronavirus y que recela de las vacunas, a las cuales considera mecanismos de control mental o vectores de enfermedad, según las diferentes teorías de la conspiración en curso. A ello debe añadirse el desafío de sacar adelante la economía en medio de los temores y las restricciones por la última variante detectada del Covid-19, los equilibrios para mantener la viabilidad de una coalición gubernamental con socios variopintos o hasta disímiles y las inevitables complicaciones de acompañar o hacer frente a la apuesta estadunidense de redoblar las presiones sobre Pekín y Moscú.