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Echeverría: el juicio de la historia
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ntre 1970 y 1976, el ahora centenario ex presidente Luis Echeverría Álvarez encabezó un sexenio en el que se conjuntaron lo mejor del desarrollo estabilizador y lo más sórdido del autoritarismo priísta; en ese lapso, la personalidad del jefe del Ejecutivo federal llevó las contradicciones del llamado modelo mexicano a un punto de no retorno, produjo una fractura que a la postre resultó irreparable en el pacto social y abrió la puerta a una crisis que desembocó en la instauración del neoliberalismo.

Debe tenerse en cuenta que a lo largo de su carrera política Echeverría escaló los peldaños de la burocracia gubernamental por el lado más oscuro: el de las instancias mediatizadoras y represivas del régimen, ubicadas entonces en la Secretaría de Gobernación, y que desde allí adquirió una responsabilidad –cuyos alcances no han podido ser determinados con precisión hasta la fecha– durante la bárbara represión del movimiento estudiantil de 1968.

Desde su campaña electoral, el longevo político se exhibió como progresista y pretendió deslindarse de los excesos autoritarios de su predecesor y mentor, Gustavo Díaz Ordaz, y una vez instalado en la silla presidencial, llevó el ejercicio del poder a un nivel insospechado de incongruencia y desconexión: mientras hacia el exterior se mostraba partidario de las luchas de liberación nacional, emancipación y democratización, en el ámbito interno operó desde el principio como un implacable represor de las disidencias. Apenas cumplido el primer semestre de su periodo, orquestó una masacre de estudiantes y manifestantes inconformes –la del 10 de junio de 1971– semejante a la que fue perpetrada el 2 de octubre de 1968 en Tlatelolco. Ante el surgimiento de organizaciones guerrilleras rurales y urbanas, ideó una campaña de exterminio caracterizada por desapariciones forzadas, tortura sistemática de los detenidos, venganzas contra familiares y, en Guerrero, criminales castigos colectivos contra comunidades enteras.

Así, el gobierno echeverrista reconoció al gobierno de China, respaldó la causa palestina, buscó establecer relaciones con la mayor parte de los países africanos, condenó la dictadura de Francisco Franco en España, se solidarizó con la Revolución Cubana y con el gobierno de Salvador Allende en Chile, y nuestro país empezó a recibir exiliados latinoamericanos que huían de las mismas prácticas represivas que tenían lugar en México.

Lo más desconcertante es que ambas caras de esa presidencia fueron reales y tuvieron consecuencias trascendentes. Por un lado, la guerra sucia emprendida por Echeverría desgarró el tejido social y desencadenó el terror entre los sectores de oposición y los activismos sociales, sindicales y agrarios, con impactos que persisten hasta la fecha; al mismo tiempo, el país vivió un florecimiento de la cultura, las ciencias –particularmente, las ciencias sociales– y la educación, tanto por la presencia de los miles de exiliados, como también por un innegable impulso gubernamental a la educación: en ese sexenio se fundaron varias universidades autónomas –la Metropolitana y las de Chapingo, Chiapas, Ciudad Juárez, Baja California Sur–, el Colegio de Bachilleres y varias dependencias de enseñanza e investigación en el Instituto Politécnico Nacional.

Más aún: la presidencia echeverrista dio un impulso decidido al campo, a la industria, al consumo popular y al comercio exterior, además de establecer el Instituto del Fondo Nacional de la Vivienda para los Trabajadores (Infonavit), el Fondo de Vivienda del Issste, el Conacyt, los fondos nacionales de Turismo (Fonatur), Artesanías (Fonart) y para el Consumo de los Trabajadores (Fonacot), la Procuraduría Federal del Consumidor (Profeco) y otras instituciones fundamentales para el país. Ciertamente, buena parte de esa obra gubernamental se financió por medio de la suscripción de deuda, lo que se convirtió en un detonador de la crisis económica de fin de sexenio.

De manera significativa, durante su gobierno Echeverría fue criticado por la derecha empresarial no por sus crímenes de lesa humanidad, sino por su populismo y sus acercamientos con gobiernos progresistas. Pero aunque logró evadir la acción de la justicia y preservar la impunidad, el juicio de la historia ha sido implacable y hoy su presidencia se recuerda sobre todo por sus deleznables excesos represivos y por gravísimas violaciones a los derechos humanos que no deben repetirse nunca más.