n patrón apreciable en la historia reciente de la UNAM indica que inmediatamente después de crisis institucionales de importancia, sobrevienen gestiones orientadas a la reconstrucción de la estabilidad y a la implantación de proyectos que buscan un nuevo orden para la institución.
Es el caso del rectorado de José Sarukhán (1989-92 y 1993-96), quien como otros rectores recibía una institución que había enfrentado un movimiento interno de trascendencia. A partir de ese movimiento se había establecido el compromiso de efectuar un congreso en que se pudieran acordar los términos de la transformación de la UNAM. Ello constituía una herencia importante del rector Carpizo, quien había declinado la oportunidad de ser designado para otro periodo. El congreso no representaría el reto más significativo en la gestión sarukhanista. Las mayores dificultades para la institución fueron las presiones financieras provenientes de los sucesivos gobiernos promotores del neoliberalismo –Carlos Salinas y Ernesto Zedillo– que, radicalizando el legado de De la Madrid, impulsarían una política económica aperturista y privatizadora.
Bajo el neoliberalismo, la educación quedaría sometida a una lógica de contención y rentabilidad financiera. Ello estaba sustentado en una idea del conocimiento y sus instituciones como factores impulsores del desarrollo económico y, en su punto más extremo, al tratamiento del conocimiento como mercancía. En tal sentido, el tránsito a los 90 implicaría el ascenso de estrategias gubernamentales entre las que destacaban: la evaluación como mecanismo de regulación, la búsqueda de alternativas de financiamiento para las instituciones públicas (especialmente cuotas de matrícula) y un claro aliento para las instituciones del sector privado. Así, varias universidades se verían obligadas a impulsar transformaciones y, pese a la resistencia de sus actores, verían trastocada su vida interna.
Sin pretender dar un sentido épico al congreso de la UNAM, es posible sostener que se trató de un ejercicio de diálogo entre las múltiples voces de la institución, pero que permitió la libre expresión de las concepciones predominantes sobre la universidad. Desde la directiva de la institución se difundió el documento Proyecto de universidad precisando el objetivo de lograr la academización
a partir de tres ejes: fortalecer los mecanismos de evaluación; mantener la Ley Orgánica de 1945, los órganos de gobierno y crear los Consejos Académicos de Área; diversificar las fuentes de financiamiento e impulsar formas de descentralización administrativa (UNAM-DGI, 8 de mayo de 1990). El sector mayoritario de alumnos, articulado en torno al Consejo Estudiantil Universitario, se pronunciaba por una universidad nacional, pública y autónoma. Cuestionaba la vigencia de la Ley Orgánica de 1945, y ratificaba su oposición a los reglamentos que involucraban las cuotas, los exámenes departamentales y la reglamentación del pase automático. No se trataba de las únicas voces pero, sin duda, sí de las posiciones más visibles del histórico encuentro.
La verificación del congreso selló el cumplimiento de un compromiso entre universitarios. Sin embargo, no sería posible sostener que propició la transformación prevista ni que fue modélico. Por el contrario, los mecanismos para la aprobación de las propuestas implicaron también la imposibilidad de llegar a acuerdos y tanto las iniciativas institucionales, como las alternativas quedaron frenadas. Pese a ello, la parte institucional logró que las estructuras de gobierno no sufrieran transformaciones. La representación estudiantil refrendó su presencia en la UNAM y vio ratificada su oposición a la aprobación de las reformas impulsadas en la gestión anterior. Con la perspectiva que da el paso de los años, no podría dejar de señalarse el efecto paradójico de la implantación de la evaluación, extendida luego del congreso. Debe consignarse que, si bien se requería de un ejercicio para identificar los límites de la academia universitaria, el modelo de evaluación implantado derivó en un mecanismo que privilegiaba la investigación sobre la docencia y que tenía fuertes contenidos de control administrativo en detrimento de lo académico.
Aunque con Sarukhán la institución se vio cada vez más cerca de las estrategias gubernamentales y aun de las políticas financieras internacionales, no deberían ignorarse las presiones que experimentaría el rector frente a dos titulares del Ejecutivo convencidos de intervenir en la educación superior. Si bien la relación con Zedillo fue mejorando, Sarukhán refiere un temprano acercamiento con el entonces titular de la Secretaría de Programación y Presupuesto: “él y su esposa […] fueron tan vehementes en sus críticas a la educación superior pública, a la UNAM y al IPN, que la reunión se volvió tensa y yo no veía la forma y el momento de que terminara lo que parecía un fallido convivio de acercamiento” ( Desde el sexto piso, UNAM/El Colegio Nacional/FCE, 2017). Por otro lado, no podría desconocerse que las múltiples voces universitarias seguirían expresando su resistencia y franca oposición ante la política del régimen. Las campañas electorales de 1994 ilustrarían las posiciones políticas en la UNAM y la desafortunada visita del propio Zedillo –ya como candidato del partido oficial luego del asesinato de Colosio– que generaría una situación de alto riesgo para la institución. Años de peligro no solamente para la Universidad Nacional, sino para el país y la sociedad.