in querer mirarse en su espejo, el PRI deambula cual fantasma irredento. Ahí está su actual dirigente, fingiendo firmeza y optimismo, para celebrar triunfos etéreos. Haber perdido dos de sus estados que nunca habían ocupado sus rivales –casi por 100 años– pasa de puntillas y perfil ante dicho espejo. Se enorgullece de sus triunfos, primero en Durango y, después por haber retenido Aguascalientes, ambas en coalición. Las otras cuatro entidades no se reflejaron frente a su regocijada y mustia mirada. Regirán ahora sobre los asuntos públicos de 20 por ciento de la población que ya tenían en sus achicadas alforjas. Se les va el otro 80 por ciento que quedará encuadrado en el nuevo mando partido triunfador: Morena. Y así sucesivamente puede irse desgranando la numerología electoral de estos comicios del 5 de junio. Toda una posible revisión que juega en contra de las fanfarrias de una coalición opositora que sufrirá antes de llegar a lado alguno. Muy a pesar de toda una serie de sesudos análisis, de factibles victorias, que le ha predicho la opinocracia durante buena parte del presente sexenio.
El difundido machismo legislativo en que se arropó el PRI durante la disputa por la vital reforma eléctrica, le causó, sólo semanas después, inevitables consecuencias. Los votantes los abandonaron en tropel: de 17 por ciento que alcanzó su atractivo hace apenas un año, ha caído ahora a 15 por ciento. Una historia que va contándose por goteo, a veces apurado y, en otras ocasiones hasta cruento, pero, eso sí, terriblemente consistente en su declinación. Como consolación cabe aquí la frase ya consagrada: lo que no mata fortalece y, adelante, guerreros, que todavía hay capital político qué gastar. No puede olvidarse la reciente difusión de la mera vulgaridad, enredada en un léxico reducido del presidente priísta.
El PAN también puso su parte en esta pérdida de electores, síndicos, munícipes y gobernantes estatales. En ambos casos partidistas ( PRIAN) es notable la inexistente empatía popular y las incapacidades políticas de sus actuales dirigentes. La coalición no hace otra cosa que resaltar sus evidentes carencias, incluso donde exhibían fuerza. La desilusión de sus fieles seguidores no podrá ser paliada por alegatos legaloides y, sobre todo, por fulminantes cuan vanas e infundadas sentencias compactadas en supuesta elección de Estado
que dictan por ahí y por acá.
Lo central de este periodo electivo ha sido, sin duda, la formal certeza ciudadana de la legitimidad alcanzada por los victoriosos. Aquellos que han sido llevados a los puestos públicos le deben al votante su nuevo cargo. Ninguno puede alegar imposición o robo descarado como motor de triunfo, como antes fue costumbre. Esto, señores opositores, debe ser reconocido como un efecto de la fe y las prácticas democráticas del actual gobierno. La participación de algunos funcionarios federales, en mítines de campaña, no puede ser calificada de tramposa o indebida injerencia. O como, exagerando, un atentado contra las reglas básicas de la democracia. En efecto, ellos concurrieron a ciertos actos de campaña, pero lo hicieron siempre en sus días no laborales y sin empleo de recursos públicos. Los extensos programas sociales pudieron ser usados –sin razón y legalidad–, pero, hay que decir, en su parte medular estos programas tienen nivel constitucional y no puede amenazase a nadie con eliminarlos. Las encuestas de salida no correlacionan prestaciones con votos.
En el fondo de la tragedia del PRI radica su cambio de piel e ideología y a sus múltiples divergencias y pleitos internos que lo aquejaron durante décadas. La trasmutación de su nacionalismo revolucionario en el ajeno neoliberalismo los hundió, sin remedio alguno, en prolongada decadencia. La notable incapacidad de sus dirigentes actuales se desparrama hasta tocar a muchos otros militantes que pudieran ser un valioso activo. Aunque, también, hay que decirlo, varios no pueden presentarse sin sonrojo en la arena pública. Su falta de congruencia les impide articular una narrativa consecuente con su nulificado ser íntimo partidario. Todos ellos fueron actores principales en su adaptación al mando tecnocrático que duró más de tres décadas. Ese modelo concentrador, adoptado sin requiebros, los sacó de la confianza ciudadana de la que gozaron por gran tiempo adicional. Pero todo llega a su final y, si fuerzan, de nueva cuenta, una alianza sin natura válida, seguirán en la ruta de su decadente espiral.
La migración de priístas a Morena ha empezado a usarse como alegato para disminuir el triunfo morenista. Es continuo el golpeteo al respecto. Se usa hasta el pasado del Presidente para ejemplificar lo que consideran un trasvase peligroso. Se llegan a descubrir tendencias negativas hacia una renovada hegemonía. Pretensión que, sostienen, es seña de pulsiones antidemocráticas avanzadas. Insisten en predicar versiones sin fundamento que el pueblo se encarga de descartar en las urnas.