unos cuantos meses de que se celebren las elecciones en Estados Unidos para renovar el Congreso federal, elegir gobernadores y legislaturas en varios estados, la discordia, la intriga, la desinformación y los ataques sin fundamento, a quererlo o no, han influido en la percepción que tiene la sociedad estadunidense del presidente Joe Biden y su partido. Las crisis que en tándem ha padecido el vecino país del norte en los últimos años y la forma en que el gobierno logró solventarlas, paradójicamente no han abonado a la popularidad del mandatario. Dos de ellas, la pandemia que, después de una errática política sanitaria del pasado gobierno, por fin logró controlar, y el salvamento de la economía de millones de hogares y la del país mediante la instrumentación de sendos paquetes de apoyo económico, por lo visto han sido insuficientes para lograr una imagen positiva de Biden.
En cambio, la invasión brutal del Congreso por un grupo de sediciosos, con el subrepticio beneplácito de varios legisladores republicanos, que intentaron descarrilar la democracia estadunidense al grito de Trump ganó la elección y lo vamos a demostrar por la fuerza
–según se ha podido comprobar en las audiencias celebradas en el Congreso–, la imposición en varios estados de leyes que han coartado el derecho de voto a millones de ciudadanos y la negativa de los legisladores republicanos a restringir la venta de armas –una de cuyas consecuencias es la pérdida de decenas de vidas, muchas de ellas de niños y jóvenes– no han sido suficientes para mermar la popularidad de los legisladores republicanos e incluso del ex presidente Trump.
Nuevamente, la economía es el talón de Aquiles del gobierno. Una formidable campaña para desacreditar al gobierno lo hace parecer como culpable del fenómeno inflacionario, cuyo efecto más sensible es el aumento en los productos alimenticios y de la gasolina, aunque su origen escape a su control. Sin embargo, la realidad es necia y cabe recordar que fenómenos como la inflación y las crisis económicas, aparentes o reales, históricamente han sido la tumba de otros gobiernos.
La extraña conjugación de procesos como la inflación con otros eventos, como la imposibilidad de aprobar leyes que beneficiarían a la mayoría de la población, han puesto al gobierno demócrata al borde de un precipicio al que irremisiblemente caerá en noviembre próximo cuando se celebren las elecciones si no encuentra rápidamente la forma de aislar cada uno esos problemas, además de explicar su origen y ofrecer una respuesta satisfactoria, por lo menos a alguno de ellos. Es innegable que algunos sectores de la población atraviesan por un momento difícil, y que no basta con decir que el gobierno no es el responsable de todos y cada uno de sus problemas. Pero entonces, hay que preguntar por qué no ha sido capaz de explicarlos y encontrar una vía convincente para superarlos. Por ejemplo, sus legisladores no han podido o querido hacer público que en el Senado no tienen la mayoría que se supone ganaron en la elección pasada, debido a que uno de sus compañeros de partido en la realidad es un republicano emboscado que sistemáticamente ha boicoteado las principales propuestas del presidente, o enfatizar que el nivel de desempleo es el más bajo de los últimos años y que el salario ha aumentado después de cuatro décadas de estancamiento; que el movimiento obrero está resurgiendo, que hay una recuperación en la producción la cual deberá cristalizar muy pronto en beneficio de toda la sociedad. Si todo eso es cierto, cómo entender entonces, según comentario de una especialista, que la economía es responsable de la debacle del gobierno. Lo cierto es que en una u otra forma las expectativas han disminuido una vez más.