na indecencia ética y un atentado a la dignidad humana. No de otra manera se puede calificar la actitud de los medios de comunicación propiedad de las grandes trasnacionales en el caso Julian Assange. El apagón informativo y la entrega a Estados Unidos de un periodista, transformado en terrorista, es un acontecimiento que obliga a reflexionar. La justicia británica no es ciega ni imparcial. El imperio estadunidense trasmite órdenes. Lo mismo da Barack Obama, Donald Trump o Joe Biden: no hay distingos. En el caso que nos compete, los jueces se han plegado a la petición de Estados Unidos. Julian Assange será entregado a sus verdugos para ser juzgado, pudiendo ser condenado de por vida. Su madre, Christine Ann Assange, en una carta abierta al mundo denuncia: “El dolor incesante de ser la madre de un periodista galardonado, que tuvo el valor de publicar la verdad sobre crímenes gubernamentales de alto nivel y la corrupción (…) el dolor de ver a mi hijo, que arriesgó su vida para denunciar la injusticia, inculpado y privado del derecho a un juicio justo, una y otra vez (…). El dolor de ver a mi hijo sano deteriorarse lentamente, porque se le negó atención médica (…), la angustia de ver a mi hijo sometido a crueles torturas sicológicas (…). La ola de tristeza cuando vi a su frágil cuerpo caer exhausto por un miniderrame cerebral en la última audiencia, debido al estrés crónico”.
Quienes tienen la responsabilidad de evitar el sufrimiento y revertir la injusticia actúan en sentido contrario. Se comportan como sicópatas, llenos de odio; sólo atinan a ejercer la fuerza. Se sienten poderosos en el engaño. Obtienen su gozo viendo cómo la víctima se retuerce de dolor. Lo humano les es ajeno. Las peticiones de justicia son desatendidas por quienes brindan con champán la muerte del inocente. Son asesinos de la justicia, enterradores de la democracia.
Para las organizaciones de derechos humanos, los medios alternativos de prensa y defensores de los derechos civiles, el juicio contra Julian Assange ha sido una farsa. Una justicia sumisa, amparada en un poder político corrupto, se entrelaza para mandar un mensaje: la libertad de expresión, de prensa y opinión deben ser reprimidas si su ejercicio conlleva desvelar secretos de Estado, sean asesinatos, torturas, detenciones ilegales, venta de armas, sobornos o desaparición de personas. En pleno siglo XXI, se repite el caso Dreyfus. Pero hoy el Yo acuso de Émile Zola debe convertirse en denuncia mundial. No es posible amparar semejante acto de injusticia sin pedir responsabilidad y señalar a sus ejecutores.
Los documentos desvelados por WikiLeaks dejaron al descubierto las entrañas del poder político, sus secretos, sus impudicias y las mentiras sobre las cuales se articulaba el discurso de la desinformación y el control de la opinión pública. En su ensayo de 2019 La segunda venida: neorreaccionarios, guerra civil global y el día después del Apocalipsis, Franco Bifo Berardi señala: “Pienso que Julian Assange hizo un gran trabajo al fortalecer el poder de la información independiente, pero su contribución al movimiento emancipatorio no consiste en haber revelado una verdad. Más interesante me resulta un costado diferente, acaso menos visible: WikiLeaks ha sido una importante experiencia de solidaridad entre periodistas, informáticos y personal militar que se rebelaron contra la hipocresía y la inhumanidad de la guerra. (…) La filosofía de WikiLeaks se basa en la descripción del poder en términos de secreto: los secretos vistos como fuente de autoridad y de mando. Si uno devela el secreto, la verdad puede ser establecida”.
Aquellos que se han llevado las manos a la cabeza a la hora de rechazar las escuchas telefónicas del programa informático israelí Pegasus, levantando la voz en grito para señalar la indecencia de espiar a dirigentes políticos, enmudecen ante la extradición de Julian Assange. Son los mismos dirigentes políticos que pidieron explicaciones por la vigilancia masiva (Prism) destapada por el ex empleado de la CIA y NSA hoy exiliado, Edward Snowden, pero callan cuando les mandan guardar silencio. Estados Unidos, sigue ejerciendo su dominio imperial sin contrapeso. Sus deseos se cumplen sin rechistar.
Hoy, la extradición aprobada por la justicia británica compromete a la reina Isabel II y al príncipe Carlos, no menos a Boris Johnson y a su gobierno, pero también supone cuestionar a los aliados, por cuyas bocas salen frases declamando transparencia, paz y defensa de los derechos humanos. Emmanuel Macron, Boris Johnson, Olaf Scholz, Pedro Sánchez; la actual presidenta del Parlamento Europeo, Roberta Metsola, sin olvidar a Úrsula von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea; reyes y reinas de Bélgica, Holanda, Dinamarca, y sus respectivos primeros ministros son unos cobardes, fariseos. La hipocresía es conducta habitual. Juegan a la guerra, no les importa el sufrimiento ajeno. Miran hacia otro lado. Es necesario descubrirlos, dejarlos en evidencia, seguir levantando la voz. Los verdugos deben saber que no quedarán impunes. La defensa de la dignidad tiene un lema: No a la extradición, libertad para Julian Assange.