uando después del asesinato de Shireen Abu Akleh, periodista palestino-estadunidense de Al Jazeera baleada por un francotirador israelí (bit.ly/3ajlbeJ) el vocero del ejército (IDF) salió a decir –incluso antes de que empezara todo el festival de negaciones, mentiras y fake news reproducido por los medios internacionales– que las IDF consideran a los periodistas palestinos blancos legítimos
(sic) ya que en los territorios ocupados andan armados de cámaras
(sic), parecía que la realidad de la brutal ocupación israelí de Palestina jamás superaría cualquier ficción (nyti.ms/3n4Gfbw).
Y cuando el martes pasado un periodista israelí, fotógrafo de Yedioth Ahronoth, uno de los principales periódicos de Israel, sacó una verdadera arma –no su cámara– y baleó en un ilegal asentamiento israelí a un atacante palestino que venía armado
con un desarmador, hiriéndolo, las cosas se volvieron aún más raras (o más normales
, dentro de lo que es la ocupación).
De hecho, fue la segunda vez que este comunicador hacía lo mismo: hace seis años de igual modo neutralizó
a otro atacante palestino. Al parecer algunos periodistas sí andan armados por allí, pero éstos no son estigmatizados ni criminalizados –mediante las acusaciones de portar armas imaginarias– a fin de deshumanizarlos y justificar sus muertes. Al final, portan armas reales y ellos deciden si infligen la muerte.
De hecho, pronto, después del asesinato de Abu Akleh, la prensa israelí –e internacional, reproduciendo otra vez los puntos de discusión
y la propaganda israelí ( hasbara)–, trató de justificar, ¡ejem!, contextualizar
, su muerte con el argumento de que fue de Jenin, donde ella se hallaba cubriendo una redada antiterrorista
, de donde vinieron varios de los atacantes palestinos en la última ola de ataques con cuchillos en Israel (bit.ly/3RTif9F). Es decir, algo pasaba allí
, por eso ella murió
. Bueno, claro que pasaba algo: desde principios del año las fuerzas israelíes asesinaron en Jenin a otros 25 palestinos, todos, desde luego, terroristas armados
(algunos, aparentemente, incluso de cámaras).
No hace falta imaginación (bit.ly/3yNOtvi) para pensar en la diferencia de cómo habría sido la reacción si en los territorios ocupados, en Israel propio o en algún asentamiento ilegal, hubiera sido baleada una periodista israelí (o, por otro lado, si una comunicadora palestina portaría y/o usaría un arma, incluso en defensa legítima).
Ahora tampoco hace falta imaginarse cómo sería el trato a un periodista (israelí) que porta una verdadera arma y la usa en la calle en contra de un terrorista armado
de un desarmador (sic): felicitaciones y cita con el primer ministro (bit.ly/3oiVa2n).
2. Estoy de acuerdo en que hay que darle chance a Biden
( cut him some slack). Pero no porque los presidentes tienen que tratar con tiranos
(wapo.st/3b01xVq), sino porque –dadas sus últimas meteduras de pata que a menudo quedan relegadas por sus colaboradores a gajes de su edad
(sic)–, su memoria ya le puede estar fallando.
Tal vez ya no se acuerda de que durante la campaña, con la boca llena de cuentos sobre libertad de la palabra
y defensa del periodismo y de los periodistas en el mundo
prometió hacer de Arabia Saudita, tras el “ affaire Khashoggi” (bit.ly/2SB24OR), un columnista del Washington Post –y residente permanente estadunidense– asesinado por órdenes del príncipe bin Salmán, un Estado-paria
(bit.ly/3v6NgND).
El mismo bin Salmán – Mr. Bone Saw
− con quien Biden, durante su reciente visita a este país, acaba de chocar los puños: ¡ bump! (¡qué chulo!).
Jamal Khashoggi, el crítico de la casa real, fue secuestrado en 2018 por los agentes del príncipe heredero, partes de un escuadrón de muerte especializado en neutralizar
a los oponentes ( Tiger Squad), torturado, descuartizado y disuelto en ácido en el consulado saudita en Estambul.
Pues por allí también se fueron los ideales de la libertad de prensa
pregonados desde Washington: por la alcantarilla, junto con los restos de Khashoggi.
Los sauditas, de hecho −mintiendo igual que los israelíes en el caso de Abu Akleh− al principio trataron de culpar a la víctima por su propia muerte, asegurando que el periodista venía armado de puños (sic) y murió en una pelea que él mismo inició con agentes de seguridad
(sic).
No es que uno se extrañe que las críticas de pisotear la libertad de la palabra siempre aplican a los países enemigos (China, Rusia et al.), pero no a los regímenes mata-periodistas –sea con balas o con sierras para huesos− que se inscriben en la agenda imperial estadunidense. Los sauditas y los israelíes, en cuyo acercamiento Washington está trabajando desde hace años ( Abraham Accords) −dicho sea de paso, la normalización
entre Tel Aviv y Riad deja abandonados a los palestinos, perpetuando la ocupación israelí− son un perfecto ejemplo (wapo.st/3aUxdeR).
Por supuesto, la realpolitik (bit.ly/3v5hWys): la guerra en Ucrania, los precios del petróleo, la inflación, la venta de armas, la amenaza iraní
. Biden, en Arabia Saudita, ni siquiera mencionó el nombre de Khashoggi (curiosamente la semana anterior habló de Abu Akleh, pero estando en territorios palestinos, no cuando estaba en Israel (bit.ly/3Pp5jGK).
En fin, no olvidemos la envidia. Muchos en Washington, si sólo pudieran, le habrían hecho lo mismo −lo que bin Salmán le hizo a Khashoggi− a Julian Assange por haber filtrado sus crímenes de guerra. En vez de esto −de descuartizarlo− desde hace años le aplican lingchi: la muerte por mil cortes.