ás que otros medios de información, los reporteros, editorialistas y columnistas de La Jornada han planteado los graves problemas que ocasiona la minería en las poblaciones y el medio ambiente. La tragedia que ahora viven las familias de los 10 trabajadores sepultados en la mina de carbón El Pinabete sirve para recordar a las autoridades y a la ciudadanía cómo, desde 2009, cada 22 de julio grupos sociales y académicos plantean los incovenientes que ocasiona una minería destructora. Fue una iniciativa surgida en México y Canadá, a la que después se sumaron decenas de países y el sector científico.
Ese día exponen lo que sucede entre los grupos humanos menos protegidos por las dependencias gubernamentales y diversas leyes. Insisten en el peligro que corren los trabajadores de la minería, actividad que ocasiona graves daños en los asentamientos humanos, la flora y la fauna, la salud pública y al hacer pésimo uso de un recurso fundamental: el agua. Todo lo anterior lo profundiza el calentamiento global.
La de El Pinabete no es la única tragedia este siglo. Siguen pendientes de justicia los 67 mineros muertos en Pasta de Conchos ( 2006) y el derrame en Cananea (2014), que mostraron la negligencia de las instancias locales, estatales y federales. En el caso que ahora ocupa la atención internacional, la titular de la Secretaría del Trabajo y Previsión Social, Luisa María Alcalde, aseguró que el rescate de los mineros no era de su competencia. Mas ha permitido la explotación de carbón por muchos negocios que funcionan en lugares muy inseguros y fuera de la ley en Coahuila. También es lamentable que la Comisión Federal de Electricidad, que adquiere 99 por ciento del carbón de esa entidad, lo haga de explotaciones irregulares. Sumemos la tardanza del sistema de protección civil al pedir el apoyo de empresas de Estados Unidos y Alemania.
Desde hace mucho tiempo la minería en México está en manos de intereses poderosos locales y del exterior y alentados desde el poder público. Por ejemplo, en apenas 29 años (de 1989 a 2018), el Estado les entregó en concesión por medio siglo, renovables por otro tanto, 113.9 millones de hectáreas del territorio. Como bien lo documentan en sus investigaciones Leticia Merino y Miguel Soto, lo anterior se acompaña de una gran flexibilidad regulatoria gracias a una ley obsoleta, lo que convirtió a las concesiones en negocios muy lucrativos de especulación financiera con base en recursos que son de la nación.
Gracias a ello las empresas mineras obtienen cada año utilidades extremas e imponen su ley en las zonas donde operan, a costa de empobrecer a las comunidades que viven en ellas. Con la inoperancia de la secretaría responsable del medio ambiente, destruyen los recursos naturales de los que depende su existencia y les contaminan gravemente el entorno. Además, el gobierno federal viola acuerdos internacionales sobre la necesidad de consultar con las comunidades donde existe riqueza minera, los términos de la explotación.
En los informes oficiales se suele recalcar que somos un país rico en oro, plata, litio, cobre, aluminio, cromo, níquel, plomo y zinc. La explotación de algunos es notable: entre 1994 y 2018 se extrajo casi siete veces más oro y el doble de plata que durante los 300 años de la Colonia. Pero las poblaciones donde se extrajeron ambos metales viven en la pobreza, en algunos casos, extrema.
Grandes ganancias de las compañías pero Merino y Soto señalan que los aportes al erario y a la población no justifican el carácter de utilidad pública y los privilegios que les confiere la ley. Algunos datos: la contribución de las actividades extractivas al producto interno bruto no llega siquiera a 1 por ciento; al fisco, 0.53 por ciento; en generación de empleo, ni a 0.7 por ciento del total.
México se comprometió a cumplir los Objetivos para el Desarrollo Sostenible de la Agenda 2030. Algo imposible si no se cambian las reglas que rigen al sector extractivo, particularmente a la minería. Ello implica terminar con los privilegios de que gozan los grandes consorcios dedicados a dicha actividad y devolver a la nación, y especialmente a las comunidades, el control sobre sus tierras y recursos naturales. En resumen, terminar con un saqueo que contradice los postulados de la 4T.