l inicio de la invasión a Ucrania, las fuerzas rusas ocuparon la (in)famosa –y aun en operación– central nuclear de Chernóbil. Tras tomar las instalaciones, un destacamento recibió la orden de ingresar a la zona restringida del Bosque Rojo, una de las áreas que absorbieron más dosis de radiación durante la avería en 1986. Los convoyes militares empezaron a pasar por ahí.
Los vehículos blindados y los helicópteros levantaron nubes de polvo radiactivo. Los soldados, sin ningún equipo protector, empezaron a cavar trincheras. Según los trabajadores ucranios –que observaban a los enfermos evacuados conforme presentaban los síntomas después de inhalar el polvo tóxico– muchos de ellos sufrieron quemaduras y hemorragias internas.
Después de un mes, las fuerzas rusas se retiraron. Hasta ahora las fuentes oficiales han confirmado (sólo) un soldado –cuyo destacamento fue desplegado en el Bosque Rojo– fallecido por enfermedad de radiación.
Chernóbil es un abismo que consume vidas humanas tanto en tiempos de paz como en tiempos de guerra.
En el último capítulo de la miniserie Chernobyl de HBO (2019), uno de los protagonistas principales a cargo de la liquidación
del desastre se dirige al otro:
–¿Sabes algo de esta ciudad, Chernóbil?
–No, en realidad no.
–Eran sobre todo judíos y polacos. Los judíos fueron masacrados en pogromos. Y a los polacos los desplazó Stalin. Luego vinieron los nazis y mataron a quienes quedaban. Después la gente vino a vivir aquí de todos modos. Sabían que esta tierra estaba empapada de sangre, pero no les importaba. Judíos muertos. Polacos muertos. Pero no ellos. Nadie nunca piensa que le pasará algo igual. Y al final, aquí estamos... (y le enseña un pañuelo con sangre: cáncer de pulmón).
Este recuento es –necesariamente– selectivo y tiene ciertas lagunas. Los nazis orquestaban los pogromos en Ucrania en lo que los historiadores llamarán después el Holocausto por balas
–Babi Yar, Vinnytsia y otros–, pero sus perpetradores eran sus colaboradores, los nacionalistas ucranios. Aun así, sintetiza bien la trágica historia de Chernóbil.
Desde 1569 hasta finales del siglo XVIII, toda esta región era parte de Polonia (Mancomunidad Polaco-Lituana). Los judíos, que han sido la mayoría de los habitantes y que fueron llevados ahí como parte de la colonización polaca, cayeron víctimas de pogromos también en 1905 y 1919.
Durante la guerra polaco-bolchevique (1919-1920) la ciudad fue tomada por tropas de Józef Piłsudski en una –mencionada incluso en la tumba del soldado desconocido en Varsovia– batalla de Chernóbil
, el 27 de abril 1920 (un día de diferencia con la explosión nuclear que ocurriría 66 años más tarde).
Incorporado luego a la URSS, sufrió en los años 30 los estragos de la forzada colectivización estalinista y la hambruna. En 1936, los polacos que vivían allí fueron deportados a Kazajistán. Luego vino la Segunda Guerra.
Si los esfuerzos por prevenir un apocalipsis nuclear cobraron dimensiones comparables a la batalla de Stalingrado, que previno un apocalipsis nazi, ambos igual han sido luchas heroicas que vinieron después de un fracaso: la humillante derrota en la fase inicial de la invasión, por un lado, y la humillante negligencia, por el otro.
Stalin visitó una sola vez el frente durante la Gran Guerra Patria. Gorbachov −que falleció hace un par de meses, después de haber observado con terror la invasión rusa a su Ucrania natal– ni se molestó: sólo dos años después visitó Chernóbil.
Uno de los liquidadores
, los soldados soviéticos que con raquítico equipo protector recibieron la orden de limpiar la zona de desastre –muchos de los cuales murieron después; el documental postserie de HBO Chernobyl: The Lost Tapes (2022) también cuenta bien esa parte−, le decía una vez a Svetlana Alexiévich, la Premio Nobel bielorrusa (véase: Las voces de Chernobil, 1997):
−Enterramos el bosque. Cortamos árboles en pedazos de 1.5 centímetros, los metimos en bolsas de plástico y los arrojamos a las tumbas.
–¡Enterramos la tierra!
Fueron evacuadas 350 mil personas. Algunos de los desalojados, los samosely (sembrados por sí solos
), regresaron ilegalmente para vivir en la zona
. Muchos han sobrevivido varias guerras sintiendo que ya nada los podía afectar.
En la serie de HBO hay una escena que alude a esto (y que a su vez hace eco con otro particularmente conmovedor documental, The babushkas of Chernobyl, 2015). Un soldado va por una babushka: Hay radiación por todos lados. ¡Hay que irse!
La mujer que atiende le contesta:
“No eres el primer soldado parado aquí con una pistola. Cuando tenía 12 años vino la revolución. Los hombres del zar. Luego los bolcheviques. Los muchachos como tú. Marchando en filas. Nos dijeron que teníamos que ir. No. Luego vino Stalin y su hambruna. El Holodomor. Mis padres murieron. Dos de mis hermanas murieron. A los que quedábamos nos dijeron que nos fuéramos. No. Luego la Gran Guerra. Los muchachos alemanes. Los muchachos rusos. Más soldados. Más hambre. Más cuerpos. Mis hermanos nunca regresaron. Pero yo me quedé y aún estoy aquí. ¿Después de todo lo que he visto, debo irme por algo que no puedo ver? No.”
Toda aquella región llena de bosques, ríos y pantanos –la batalla de Chernóbil de 1920 era también un choque de flotillas ribereñas– es una tierra que por siglos resistía a diferentes invasores. Más recientemente, a los muchachos de Putin, de los que muchos, aparentemente, ni sabían dónde estaban. La única vez que sucumbió verdaderamente –facilitando incluso su entrada y circulación con su propia anatomía– fue ante un invasor invisible: la radiación.