a autodenominada Cuarta Transformación ha empleado desde sus inicios una estrategia discursiva que presenta su movimiento como la antítesis de los gobiernos que le precedieron. No somos iguales
es una de las frases que actualiza dicha estrategia y que ha sido usada con gran insistencia en los últimos meses, ya no sólo como lema en el marco del cuarto Informe de gobierno, sino también como respuesta ante diversas circunstancias, especialmente en el curso de las conferencias de prensa matutinas.
Con dicha frase la 4T ha presumido haber dado fin a las graves violaciones a derechos humanos, a la represión, la corrupción, la impunidad, el autoritarismo y el neoliberalismo, entre otros males; sin embargo, la excesiva reiteración de la afirmación no hace más que acentuar el contraste que prevalece en la realidad en esos mismos aspectos, a poco menos de cuatro años de gobierno y en medio de una dinámica de creciente militarización, de debilitamiento institucional y democrático, y frente a la persistencia de graves problemáticas estructurales que el país ha arrastrado por décadas.
Opositor en su momento de la mal llamada guerra contra el narcotráfico y de la posterior Ley de Seguridad Interior que se pretendió impulsar hacia finales del sexenio anterior, López Obrador propuso durante su campaña hacia la Presidencia y ratificó en su agenda de seguridad al arranque de su mandato el cese a la estrategia militar y el impulso de una agenda de justicia transicional y seguridad ciudadana. Sin embargo, cuatro años después, la presencia militar se ha fortalecido no sólo cuantitativa, sino cualitativamente, asumiendo cada vez más labores civiles, a contrapelo de los estándares y garantías más elementales para el sostenimiento y fortalecimiento de un régimen democrático.
Los recientes #SedenaLeaks han revelado datos no sólo sobre el creciente poderío de las fuerzas armadas y sobre su participación en tareas civiles que exceden sus funciones de ley, sino también sobre la continuidad de modos de proceder que el actual gobierno ha señalado como rasgos de los regímenes anteriores que presenta a la opinión pública como sus antagonistas. El seguimiento a candidatos, organizaciones y defensores de derechos humanos; el conocimiento previo de múltiples operaciones del crimen organizado sin que se llevaran a cabo acciones preventivas; el espionaje mediante el software Pegasus; e incluso la creación de una aerolínea o la implementación de una estrategia mediática para aumentar la simpatía del Ejército ante la sociedad, son varios de los hallazgos hasta hoy revelados que destacan entre los documentos filtrados por el colectivo Guacamaya que dan cuenta de la apuesta por una militarización que transgrede las labores que constitucionalmente le han sido confiadas; así, la Ley de Seguridad Interior impulsada por Peña terminó por concretarse bajo otros códigos.
La violencia persiste, sí con una meseta que ha detenido la curva de ascenso que registraba previamente, pero presenta cifras preocupantes. Se habla de más de 21 mil homicidios hasta septiembre, y recién se registró el fin de semana más violento en lo que va del año con 286 homicidios dolosos entre el 14 y 16 de octubre. Misma condición muestra la violencia contra el periodismo, que suma 36 periodistas asesinados en este sexenio, cifra ya no muy distante de los 47 periodistas asesinados que totalizó el sexenio anterior, según Artículo 19. Este es ya el segundo año más violento para el periodismo, con 11 periodistas asesinados en los primeros nueve meses. Es igualmente grave que, en la primera mitad del presente sexenio, se estima que han sido asesinados por lo menos 58 defensores de derechos humanos.
En corrupción e impunidad, temas que fueron centrales en la estrategia de campaña electoral de la 4T, también advertimos profundos contrastes entre su narrativa y la realidad. Transparencia Internacional otorga a México 31 puntos de 100 en la percepción de la población sobre la corrupción, con lo cual ocupa el lugar 124 de 180 países estudiados a escala global. Esta posición representa sólo dos puntos de avance ante 2017, cuando se calificó al país con 29 puntos, en tanto que hasta 2014 México había alcanzado 35 puntos.
Otra medición reciente, el Índice de Capacidad para Combatir la Corrupción, sitúa a México en la posición 12 de 15 países latinoamericanos, un decremento de 13 por ciento respecto de 2019. La dinámica de concentración de facultades en el Ejecutivo, el ataque a los organismos autónomos y las reducciones presupuestales a éstos son los principales elementos que han debilitado en los años recientes las capacidades institucionales del país para erradicar la corrupción. En materia de impunidad, México ocupa el lugar 60 de 69 países evaluados por el Índice Global de Impunidad, donde se le califica como el cuarto país con peor evaluación respecto a su sistema de justicia.
Lo que muestran los anteriores datos es que, a contrapelo de su discurso, en los hechos la 4T no acredita haber llevado a cabo una apuesta sería por combatir la corrupción y la impunidad.
A la vista, la 4T cada vez parece más un régimen no de transformación, sino de continuidad respecto de los anteriores y no basta repetir el estribillo del no somos iguales
para ocultar una realidad en la que lo que sobresale es una dinámica de militarización, de concentración de poder, de ataque a organismos autónomos, a la prensa y a los defensores de derechos; la persistencia de la violencia, la continuidad del espionaje y, como lo hemos visto recientemente, la reiteración de prácticas de cooptación de la oposición partidista en el Congreso. El escenario que se configura rumbo a 2024 se avizora de complejidad mayúscula: un régimen político que socava las bases mismas de su legitimidad, pero que no encuentra contraste en una oposición carente de autoridad moral y liderazgo político.