Solos de violín
Para Marco Antonio Campos
usebio y yo salimos de trabajar en la agencia de viajes a la misma hora. Cuando lleva su coche me da un aventón hasta la Avenida Dos y Héroes. De allí a mi casa hago quince minutos caminando. Si no me pareciera un abuso, le pediría a mi amigo que tomara otra ruta para no pasar frente a El Reintegro y leer, sobre la cortina metálica bajada desde hace meses, el letrero de Se renta
. Llegará el momento en que se instale allí un restaurante moderno, pero dudo que llegue a ser tan entrañable como aquel cafecito que añoro y tanto me gusta recordar.
I
La clientela estaba formada básicamente por oficinistas, trabajadores, parejas, jubilados y uno que otro viajero que llegaba a la terminal de camiones cercana. La decoración del local, pequeño y luminoso, iba cambiando durante todo el año, según las fechas que don Pablo, nieto del fundador, tenía por más significativas.
En mayo, las paredes se alegraban con el rojo de los corazones de lustrina alusivos al Día de la Madre. En septiembre, junto a la entrada era colocada una imponente bandera. En noviembre, la ofrenda para los muertos mezclaba el olor del café al persistente aroma de los cempasúchiles. En diciembre, el pino escarchado, la abundancia de esferas y renos de unicel, las guirnaldas de esparto y los copos de algodón que tachonaban los dos ventanales conferían al establecimiento cierto aspecto de postal navideña ilustrada con un paisaje alpino.
El Reintegro era un sitio cómodo, seguro, sin pretensiones, donde los parroquianos podíamos pasarnos toda la tarde conversando frente una taza de café, sin que don Pablo se mostrara impaciente o molesto por el bajo consumo, mientras oíamos las interpretaciones de un violinista que el patrón contrataba de jueves a sábado para que amenizara el ambiente.
A la ventaja de dar servicio todo el año, la permanencia voluntaria, la calidad del café, el magnífico servicio y la música en vivo, los asiduos a El Reintegro gozábamos de ciertos privilegios: podíamos dejar o recibir mensajes, obtener pequeños préstamos en situaciones de emergencia y auxilio inmediato en caso de que sufriéramos un percance o una molestia ligera.
II
A lo largo de sus 53 años de historia, El Reintegro atravesó por situaciones muy difíciles –terremotos, un incendio parcial, un asalto voraz–, pero, salvo breves interrupciones, se mantuvo abierto y conservó a su clientela. Sucedió todo lo contrario cuando llegó la pandemia y don Pablo estuvo obligado a cerrar el café durante más de dos años.
La afectación fue general. Las meseras perdieron su empleo y los parroquianos un oasis en medio de la ciudad; en cuanto al músico, de quien nunca supimos el nombre y sólo llamábamos el violinista
, se quedó sin su único escenario y el público algo indiferente que premiaba su talento con unas cuantas monedas.
Ese hombre era todo un personaje. Desde la primera vez que lo vi me sorprendieron su energía y su concentración. Entregado por completo a su música, no parecía advertir el bullicio y las charlas a su alrededor, el timbre del teléfono que no dejaba de escucharse y el concierto de cláxones y motores que llegaba de la calle.
III
Los asiduos a El Reintegro esperamos ansiosos el momento en que su cortina metálica se levantara. Ocurrió al fin la mañana de un lunes, en que apareció sobre su entrada una manta con un aviso que equivalía a una invitación: Ya estamos de regreso
. Volver a un ambiente tan familiar, encontrarnos con viejos conocidos y seguir con las conversaciones por tanto tiempo interrumpidas fue tan grato como volver a la casa después de un largo y tedioso viaje.
Resultó muy conmovedor ver otra vez a don Pablo tras la caja registradora; a Rosario, Macaria y Josefina –las meseras de siempre– con sus redes en la cabeza, sus delantales blancos, el lápiz tras la oreja y su buena disposición para servir americanos, capuchinos, expresos y los cortados que habían contribuido a la fama del establecimiento, inundado otra vez con los maravillosos solos de violín.
IV
Dadas las circunstancias en que se realizaba la reapertura del café, nadie concedió importancia al hecho de que, durante las semanas subsiguientes, algunas mesas permanecieran desocupadas. Todos imaginamos que, en cuanto se corriera la voz de la reapertura, la situación iba a normalizarse y otra vez veríamos junto a la puerta filas de personas esperando el momento de entrar al cafecito.
La realidad se impuso. Don Pablo, agobiado por la falta de ingresos durante la pandemia, las deudas contraídas, los gastos corrientes, el aumento en los precios del café y la competencia de los nuevos establecimientos, se vio en la necesidad de hacer lo que menos quería: cerrar definitivamente su negocio. Otra vez las meseras se quedaron sin trabajo, los asiduos perdimos nuestro pequeño mundo, se ahondaron soledades y, donde antes se oían charlas y risas, hace meses que se instaló el silencio.
V
Con la desaparición de El Reintegro, la ciudad se quedó sin uno de sus pocos remansos, la esquina que el café había ocupado por más de cincuenta años perdió encanto y la calle donde ya no se escuchan los solos de violín se convirtió en un páramo que alimenta al gran desierto.
P.S.
Pese a la desaparición de El Reintegro, el rumbo se ha ido reanimando con la frecuente aparición de pequeños cafés sobrios e impersonales. Allí acuden, de la mañana a la noche, parroquianos que no despegan la mirada de su computadora o charlan en voz muy alta, con interlocutores invisibles, a través del celular.