En la Philharmonie, la pianista interpretó el Concierto de Schumann, mientras el maestro dirigía sobre el podio // Más adelante tocaron a cuatro manos una pieza para niños de Bizet // Podría ser la última aparición de los artistas en público juntos
Domingo 8 de enero de 2023, p. 2
Uno de los momentos más bellos de toda la historia de la música sucedió ayer en Berlín: Martha Argerich y Daniel Barenboim; ella como solista del Concierto de Schumann, él a la batuta sobre el podio. Una salva de aplausos los arropa. Pieza de regalo: se sientan juntos, piano a cuatro manos, una pieza para niños de George Bizet: ambos marcan los silencios con las palmas de sus manos izquierdas, sus miradas. Nota final. Sonríen. Ahora sí, un suceso irrepetible.
Apenas ayer en estas páginas publicamos las palabras de Daniel Barenboim con el anuncio del nuevo episodio de su retiro progresivo.
Una despedida in progress, como consecuencia del diagnóstico médico de una grave enfermedad neurológica
.
En pleno dominio de sus facultades físicas y mentales, este gigante de la música toma la determinación decisiva de su carrera, luego de más de 70 años de gloria, desde que debutó a los siete años de edad, precisamente con Martha Argerich en Buenos Aires, ciudad que los vio nacer y crecer como personas y como músicos en recitales dentro de salones porteños, conciertos transmitidos por radio y episodios igualmente históricos en el Teatro Colón.
La que quizá sea su última aparición en público juntos sucedió este fin de semana en la Philharmonie, sede de la Filarmónica de Berlín, y fue transmitido a todo el mundo a través de la Digital Concert Hall.
Una cálida corriente eléctrica nos recorre la epidermis en esos instantes antes del inicio del concierto, ese intersticio del tiempo donde todo se detiene para dar cabida al espíritu de la música que desciende sobre las cabezas de cada circunstante.
La nota inicial es un trueno de Zeus, un estallido súbito, un tutti orquestal que lanza Daniel Barenboim con los dos brazos, la batuta encendida en la diestra; el efecto es el de un relámpago que nos estaquea en nuestros asientos y nos suelta a volar por los cielos al mismo tiempo.
Argerich ataca al teclado la introducción del Opus 54 de Robert Schumann. Responde desde el epicentro de la orquesta el mejor oboísta del orbe, el maestro Albrecht Mayer, y enseguida Martha dirige la mirada hacia el primer clarinete y con un gesto de cabeza le otorga la entrada. Es claro que ella y Barenboim están dirigiendo juntos a la orquesta. Trabajo de equipo de décadas.
Martha y Daniel se cuidan mutuamente desde niños, se entienden tan sólo con mirarse y, si no se miran, se intuyen, se huelen, se perciben. Crean juntos el cosmos.
Cuando terminan el Concierto de Schumann, los aplausos nos traen de regreso al planeta Tierra. Los circunstantes en la sala de conciertos en Berlín exultan de alegría y asombro. Miles y miles frente a nuestras pantallas de televisión o laptops, nos unimos al festejo.
Juegos bajo un gran piano
Daniel y Martha se toman de la mano, como han hecho desde que tenían siete años, cuando se conocieron jugando, muy niños, debajo de un gran piano en casa de los Barenboim, donde su eminencia don Vincenzo Scaramuzza daba clases de piano a don Enrique, padre de Daniel, y luego don Scaramuzza tomó de alumna a Martha y lo demás es parte de la historia de la música, que ayer tuvo su episodio culminante y más hermoso:
Daniel explica en alemán al público de la Filharmoniker, la naturaleza de, precisamente, los Jeux d’enfants, los Juegos de niños que escribió para piano a cuatro manos don George Bizet y que ahora ellos dos, Martha y Daniel, se ponen a tocar como niños, sentados codo a codo en sus taburetes frente al gran piano donde continúan sus juegos y sonríen y se miran y no se miran y sonríen y escurren lágrimas en los rostros de las musas de la emoción. Porque las musas son nueve, pero la Musa de la Emoción es solamente una, y ayer al mediodía descendió, como los ángeles de las películas de Wim Wenders en Berlín, y se sentó al piano en medio de Martha y Daniel.
Luego del intermedio, Daniel Barenboim regresa solo al podio. Toma asiento, sonríe y ataca con elegancia el allegro non tropo inicial de la Sinfonía segunda de Johannes Brahms.
Triunfal, como siempre
Maestro de los tempi, Daniel Barenboim dirige Brahms y todas las potestades se rinden ante él. Baja los brazos y deja a la orquesta respirar, en esa apariencia que brindan los grandes maestros de la dirección cuando parece que la orquesta está tocando sola.
Sobre el podio, Daniel es un volcán, Zeus dominante de un sonido brutal, un mar embravecido al que se lanzan los centauros, las hadas y las sirenas. El l’istesso tempo del segundo movimiento no es sino una preparación para el gran final de la sinfonía, donde el coro de violas gime, los alientos-madera rugen y todo es ahora un sistema de planetas girando a velocidades sorprendentes.
Cuando Barenboim indica la coda final, el público en las butacas y a distancia en sus pantallas en muchos rincones del orbe levitamos. Brincamos de felicidad.
Daniel recibe flores y las reparte a las damas integrantes de la orquesta. Toma los manojos de finas flores de igual manera que los guerreros griegos hacían con guirnaldas y laureles en el campo de batalla.
El maestro Daniel Barenboim libra la batalla con atronadora gloria. Triunfa, como siempre ha hecho y como siempre hará.
Larga vida, oh, maestro.