abría preguntarse cuáles son los motivos de las críticas y la tristeza expresadas ante el discurso y la actitud del papa Francisco durante la ceremonia fúnebre de la misa dedicada al recién fallecido Benedicto XVI. Sobre todo cuando estos comentarios y reproches no provienen de anticlericales empedernidos, de integristas islámicos, militantes de religiones adversas o de partidarios del ateísmo. La cuestión es legítima cuando los murmullos y las reprobaciones se manifiestan, curiosamente, en medio de fervientes fieles católicos de Francia.
Los reproches son variados, más o menos expresivos, algo ambiguos: la brevedad de la ceremonia, una homilía donde Su Santidad Francisco hizo una sola y mínima alusión al pensamiento, la obra y la persona del difunto Papa, cierta distancia, si no sequedad, en la conducta de Francisco hacia su antecesor cuando se piensa que Benedicto XVI hizo un elogio expresivo y convincente del hombre que heredó el pontificado. Nuevas lamentaciones de los fieles que se agregan al murmullo de quejas que se levantaron ante algunas disposiciones de Francisco que contradicen principios religiosos dictados por Benedicto XVI durante su ejercicio de pontífice.
Reproches que, sin duda, se originan en estratos más profundos, anteriores, de la actual evolución del cristianismo en Europa y, particularmente, en Francia. Ya desde hace buen tiempo, la jerarquía católica francesa no ha hecho gran cosa, por no decir que no ha hecho nada, para detener la progresión de un proceso de descristianización en este país. Los ataques a las iglesias católicas se suceden sin que haya mayor protesta, mientras la más ligera agresión a una mezquita o a una sinagoga levanta la indignación general. ¿Para qué hablar de la profanación de tumbas en los cementerios católicos, que pasan más o menos desapercibidas, mientras las degradaciones en camposantos de las otras dos importantes religiones, aunque netamente minoritarias, sean condenadas y causen numerosas manifestaciones de protesta. El wokismo y la política correcta a la moda censuran, de inmediato, cualquier expresión que parezca antisemita, musulmana o judía. Como si la Iglesia católica se sintiera culpable de la evangelización de otros pueblos, la suplantación de otros cultos por el cristiano, las Cruzadas, en fin, el dominio religioso sobre buena parte del planeta, el clero dirigido desde el Vaticano ha ido cediendo el terreno a otras creencias y parece renunciar a un lugar que deja vacío de espiritualidad. Pero la necesidad de lo espiritual busca y encuentra esa espiritualidad en la práctica y la fe de otras religiones, como la musulmana en sus formas suaves, o, por el momento minoritariamente, en las formas más agresivas y fanáticas del islamismo.
Hasta ahora las cabezas del pontificado habían procurado cierta neutralidad en nombre del ecumenismo religioso. Por vez primera, el Papa es originario del continente americano. Es lógico un cierto tercermundismo de un pontífice nacido en Argentina. Pero Su Santidad Francisco parece creer que el gran remplazamiento es el único futuro posible de Europa: la desaparición del cristianismo en un continente poblado por islamistas. El Papa, así, no puede prever la vida de la Iglesia católica más que en América Latina.
En estos tiempos tambaleantes de demolición de la cultura francesa y la civilización occidental, la cual no podría dejar de extenderse a otros continentes dado el carácter conquistador del islamismo, sería necesario, si queremos sobrevivir un poco de tiempo más, sin por ello ignorar la fugacidad de la Historia humana, meditar en una frase cuya profunda sabiduría puede alargarnos la vida. Frase de Paul Valéry, inscrita en el frontón del palacio del Chaillot frente a la torre Eiffel: Nous, civilisations, savons que nous sommes mortelles.
Esta advertencia suena hoy con fuerza y muchos franceses temen asistir a la desaparición de su cultura, su tradición y su espiritualidad.