l ambientalismo ha sido absorbido por el sistema neoliberal como pocos en la historia de la resistencia crítica. En tan sólo medio siglo, pasaron del cuidado de la vida en el planeta a convertirse en cabilderos de la industria limpia
y en consumidores que compran sus propias buenas conciencias. Se ha operado un encantamiento con productos como los paneles solares, los rotores de viento y los automóviles eléctricos que parecen fabricados de la nada. Los cabilderos de la industria limpia
no hablan de cómo, para elaborarlos, se necesita quemar carbón en las industrias de acero, de lo que están hechos los paneles, los coches y las aspas; excavar minas para encontrar el silicio monocristalino del que están hechas las mamparas fotovoltaicas; el litio y el grafito para las baterías que se tiene que extraer para los autos; mucho menos el diésel para transportarlos, las grúas para montarlos y un gran etcétera. Los vendedores de automóviles eléctricos jamás informan de cuánto carbono genera al ambiente la manufactura de sus mercancías tan brillantes y silenciosas. Pero tampoco de algo crucial: las energías limpias
del sol y el viento no sustituyen a las que usan fósiles, sino que simplemente se agregan. La limpia
está montada en la fósil. Así, parece que la solución no es tan mágica. La idea del nuevo ambientalismo es que una nueva industria solucionará lo que la vieja industria ocasionó y que, por lo tanto, no hay más posición política que exigir subsidios a la limpia
para que exista el futuro. Esto, por supuesto, no es así. El viejo ambientalismo demandaba un cambio en la forma de relacionarnos con el planeta, no con la industria. Estudios como el de Shannon Elizabeth Bell y Richard York (2019) sostienen que, no obstante el rápido crecimiento de las energías limpias
, éstas no remplazan a las fósiles, de la misma manera en que el petróleo no terminó con el uso del carbón o como llamarle ahora biomasa
a talar árboles para quemarlos no tiene nada que ver con cuidar al planeta y sus vidas. No existe, argumenta su estudio, una transición
energética, sino una acumulación porque no hemos cambiado el mismo modelo de alto consumo de energía en el mundo industrial.
Pero quizás lo más angustiante es que se nos responsabilice del cambio climático a todos, por igual, cuando sabemos, por el informe de Oxfam de 2015, que el 10 por ciento más rico del planeta añade la mitad del carbono en la atmósfera y que la mitad más pobre sólo aporta 10 por ciento de la contaminación. Así que lo adecuado debería ser exigir a los supermillonarios que bajen 90 por ciento de las emisiones que generan con sus yates, aviones privados, motos, automóviles y aun sus naves espaciales. Es el gasto irracional de energía lo que debería ser un blanco de los ambientalistas y no, como ahora, el paso a los coches de Elon Musk.
La transformación de los activistas en consumidores ha sido acaso el más grande logro del neoliberalismo. Ahí tienes a todas esas personas, de clase media alta, educados, informados, que creen que están colaborando a salvar el planeta al comprar mercancías supuestamente reciclables, orgánicas, de libre pastoreo, cuando el tema es político, no individual y, desde luego, no es consumir otras cosas, sino cambiar la magnitud del desecho. Como ya lo advertía la novela Submundo de Don DeLillo (1997), nos hemos convertido en sociedades, ya no de consumo, sino de desecho: se nos obliga, por la obsolescencia programada, a cambiar de aparatos o de ropa cada que pasa un año. Y, al mismo tiempo, se genera en las clases medias una suerte de tranquilidad espiritual al consumir creyendo que, a estas alturas, son compatibles el capitalismo industrial y la vida en el planeta. El consumo ecológico
es quizás el más grande engaño para una clase pudiente que cree que el asunto se resuelve con una opción entre comprar o no comprar.
El futuro que nos espera implica otra vuelta del neocolonialismo, como desde hace medio milenio: la combustión de carbón se traslada a los países más pobres, cuando no los basureros electrónicos, plásticos y de ropa; y comienza ya una disputa global por apropiarse de los metales que harán posible las baterías de los coches y los celulares, del litio y el grafito. Así lo dijo la jefa del Comando Sur de Estados Unidos, Laura Richardson, en un evento del Atlantic Council, el pasado 24 de enero: “Esta región (América Latina) es tan rica en recursos minerales, de tierras raras, de litio –el Triángulo del Litio (Bolivia, Argentina y Chile) está en esta región–; hay muchas cosas que esta región tiene que ofrecer. Estoy viendo lo que hacen nuestros competidores. Y veo en ello una amenaza a la democracia y que están jugando al ajedrez. Rusia está presente en la región y están jugando damas chinas. Creo que están ahí para socavar a Estados Unidos. Para socavar a las democracias. Necesitamos una estrategia. No podemos estar por aquí y por allá, porque tenemos una serie de elecciones importantes, que vienen o acaban de realizarse, y tenemos que seguir pendientes de esta región”.
La ansiedad climática está en muchos de nosotros a quienes se les dice que deben hacer algo para salvar al planeta. Las soluciones de fondo –una tregua de años en la pesca a gran escala, en la tala de bosques para fabricar biomasa o, incluso, en el sacrosanto consumo de carne– no están en las manos de los individuos. Son políticas, porque el problema reside en la élite. Dependemos, para salvar al planeta, de que los millonarios dejen de contaminar, de que las corporaciones dejen de obligarnos a desechar, de una autoridad planetaria que pudiera decretar una tregua del capitalismo industrial en su guerra contra el planeta. Pero, por el momento, no hay árbol al que arrimarse.