asan las semanas y la Suprema Corte de Justicia de la Nación sigue siendo actor central del debate público en el país. El rechazo de la primera parte del plan B y del traspaso de la Guardia Nacional a la Sedena han sido los más recientes reveses que las decisiones de la Corte han significado para las pretensiones de la 4T, decisiones que han provocado respuestas adversariales desde el Poder Ejecutivo y el grupo parlamentario mayoritario.
A nadie escapa que el principal factor de contrapeso efectivo que hoy goza nuestra institucionalidad pública es la Corte. Las minorías parlamentarias han encontrado en ella una instancia de incidencia en la vida pública mayor que la que existe en el propio terreno legislativo. Esto ha profundizado una dinámica de judicialización de la política en la que las disputas legislativas acaban resolviéndose en la Corte, en especial en tiempos en que la polarización política, los vicios de la mayoría parlamentaria y el vaciamiento de los partidos políticos minoritarios como oposición han condicionado el desempeño del Congreso de la Unión.
Y no es previsible que en los próximos meses la situación vaya a menos. Apenas la Corte declaró inconstitucional una parte del paquete de normas político electorales del llamado plan B, y ya tiene pendiente la deliberación de temas relevantes, como el nombramiento de los comisionados del INAI y la oleada de impugnaciones que se avecinan derivadas del albazo
legislativo en que se aprobaron 20 iniciativas de reforma sin observar el debido proceso legislativo.
Por si fuera poco, ha aumentado la presión sobre al Poder Judicial al proponer una reforma que reduzca los sueldos y prestaciones de sus integrantes y que establezca la designación de los ministros de la Suprema Corte por el método de elección popular. Es cierto que sobre el Poder Judicial en México están pendientes grandes retos que es necesario atender; pero una verdadera reforma judicial merece un análisis serio y una propuesta con mirada estratégica que realmente se ocupe de objetivar las causas estructurales que han puesto en duda la transparencia, la rendición de cuentas y la cercanía del Poder Judicial con los ciudadanos de a pie.
No en todos los casos recurrir al método de elección popular se traduce necesariamente en mayor democratización de nuestras instituciones, especialmente en ámbitos como la justicia, cuya administración no puede depender sin más de la opinión de las mayorías. En la arquitectura del sistema político existe una racionalidad sobre la que se basa la naturaleza contramayoritaria del Poder Judicial. Mientras los poderes Ejecutivo y Legislativo representan el interés de las mayorías, el Poder Judicial ha de ser aquel que vele por la voz de las minorías, esas que corren el riesgo de ser avasalladas en los otros poderes e incluso excluidas de toda institucionalidad. Transformar el Judicial en un poder mayoritario traería consigo el riesgo de convertir nuestra institucionalidad pública y nuestro modelo democrático en lo que algunos doctrinarios denominan una eventual tiranía de la mayoría. La facultad de la Corte para auditar a las mayorías en salvaguarda de los derechos de las minorías es una obligación de la misma en defensa de la Constitución y de una democracia sustantiva.
Por lo anterior, el contrapeso que ejerce la Suprema Corte es expresión del sentido mismo de su existencia y sus expresiones recientes están lejos de ser una excepción en nuestra historia reciente. En el sexenio de Enrique Peña Nieto, por ejemplo, la Corte tuvo a bien invalidar la Ley de Seguridad Interior, lo que significó un fuerte golpe a las intenciones del entonces presidente por consumar su proyecto político hacia finales del sexenio. Poco antes, en el periodo de Felipe Calderón, la Corte desempeñó un papel relevante en la atención de casos paradigmáticos, como la Guardería ABC y la represión en San Salvador Atenco.
Es cierto que las intervenciones de la Corte se han incrementado con el paso de los años, pero no es una pauta privativa del actual sexenio. Cifras de la propia SCJN muestran que el total de asuntos ingresados a la Corte en el sexenio de Peña creció 58.7 por ciento, mientras el crecimiento promedio anual de las acciones de inconstitucionalidad aumentó 36.9 por ciento. Ciertamente el récord de acciones de inconstitucionalidad en un mismo año lo tiene el actual sexenio, pero el crecimiento sigue estando proporcionalmente en línea con lo observado desde finales del sexenio de Calderón, por lo que no hay elementos para sostener que el rol de contrapeso que ha jugado la Corte en los últimos tiempos esté influido por una simpatía o antipatía con algún proyecto político en particular.
El contrapeso del Poder Judicial es indispensable en el marco de la división republicana de poderes; es cierto que en su estructura y proceder persisten importantes perversiones que deben ser denunciadas y erradicadas; sin embargo, la sociedad debe estar atenta para analizar críticamente supuestas soluciones que simplifican la problemática y cuya materialización podría significar un serio peligro para la salvaguarda de los derechos de las minorías. Este tema seguirá siendo central en el contexto de un proceso electoral, el de 2024, cuya rispidez seguirá poniendo en riesgo la sensatez y profundidad necesarias para resolver en verdad problemas de gran complejidad y envergadura, como los que padece la sociedad mexicana.