Opinión
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Aprender a morir

Verdugos amables

H

abida cuenta de que la industria de la salud se convirtió en el negocio más lucrativo del mundo –ver difuntos aproximados y beneficios ilimitados de la reciente pandemia–, se entiende la intransigencia de instituciones científicas, confesionales, académicas, gubernamentales y los medios por mantener la favorecida postura de que la vida es sagrada, excepto cuando de salvar a la patria o traficar con droga se trata.

Demasiadas utilidades sigue generando la extendida ideología del vitalismo falso, entendido como el entusiasmo escolar por la preservación de la vida en abstracto pero a rajatabla, sin tomar en cuenta realidades sino anteponiendo oportunidades, más de negocios que de servicio real, pues ganan las farmacéuticas, los productores de tecnología médica, las instituciones de salud, el humanismo de supermercado, consejeros y confesores, y por excepción los enfermos terminales y los desahuciados y poco o nada sus familias, inmersas en temores ancestrales y en criterios artificiales grabados a fuego desde tiempo inmemorial. Hoy continuamos confundiendo costumbres con vida y muerte dignas.

Un lector pasó a asustarse cuando leyó que muerte digna es la opción, no imposición, que tiene un enfermo desahuciado o un paciente terminal a decidir libremente suspender un tratamiento médico costoso, agresivo y probadamente inútil, y concluyó que esa afirmación era fascismo y vuelta a la solución final, al asesinato masivo de ancianos y enfermos. Lo cierto es que el ancestral miedo a la muerte y al morir echa mano de calificativos amedrentadores que disfracen el rechazo a revisar –autoritarismo puro– creencias, dogmas y mandatos.

Refiero un caso: mujer de 82 años con cáncer terminal solicitó a su esposo e hijos firmar un documento de voluntad anticipada que le garantizara una muerte digna; no fue escuchada. Posteriormente suplicó que se le permitiera un suicidio médicamente asistido y nadie accedió. Su amorosa parentela ni siquiera la saca de su recámara a tomar un poco de sol o a pasear en silla de ruedas por la cuadra. La atienden y medican un oncólogo y un geriatra aprobados por los verdugos, digo, por el padre y los hijos. A su lado, sentada, una cuidadora permanece atenta a su celular y eventualmente cambia el canal del televisor. Eso es una vida vivida contra la voluntad de la paciente y no tiene nada de sagrada; es grosera exigencia de unos familiares y un sistema inhumanos.