a realidad no es como nos gustaría que sea, ni siquiera como lo fue décadas atrás. Desde que el capital declaró la guerra a los pueblos para apropiarse de los bienes comunes (agua, tierra, aire y todo lo vivo), convirtió a los estados-nación en el escudo de los poderosos, usando y abusando de los aparatos armados, legales e ilegales, para contener y disciplinar a los sectores populares.
Contra lo que sostiene buena parte de la izquierda, el neoliberalismo no es menos, sino más Estado. Si lo observamos en su conjunto, la militarización es la respuesta estructural del capital para proceder al despojo, controlar a los pueblos que lo resisten y alentar la acumulación violenta y depredadora. Es el Estado el que militariza los territorios donde habitan los pueblos; por tanto, sin esta demoledora presencia estatal no sería posible que el capital concretara sus fechorías.
Quienes sostienen que el progresismo no es neoliberal porque aumenta la presencia del Estado en la sociedad y en la economía, pasan por alto deliberadamente el fenómeno de la militarización, que trasciende gobiernos y colores políticos para convertirse en una realidad asfixiante en toda América Latina. En Perú, Amnistía Internacional (AI) reconoce en un informe del 16 de febrero que la violencia estatal contra campesinos e indígenas durante las protestas de los últimos meses es muestra de desprecio hacia la población
(amnesty.org/es).
Érika Guevara, directora para las Américas de AI, dijo que no es casualidad que decenas de personas dijeran a AI que sentían que las autoridades las trataban como animales y no como seres humanos
. ¿Qué indígena, campesino o persona de los sectores populares no ha sentido algo similar en su trato con las autoridades y en particular con los aparatos armados del Estado?
Debemos rechazar la idea de los particularismos si queremos comprender el sistema. Perú, México, Guatemala, Honduras, Chile, Ecuador, Argentina, Brasil, Venezuela, atraviesan situaciones en las cuales las similitudes y las tendencias de fondo son mucho más importantes que las diferencias puntuales. Vamos hacia regímenes cada vez más autoritarios, en todas geografías, con diferencias en tiempos y en modos.
El último ejemplo ocurre estos días en Brasil. El presidente Lula prometió a los indígenas durante la campaña electoral que legalizaría sus territorios, como ordena la Constitución aprobada en 1988. No podrá porque el agronegocio bloquea cualquier iniciativa en pro de los pueblos originarios y de los campesinos, y llevan años impidiendo avances sólidos en la reforma agraria.
Un reciente reportaje en la página Sumauma.com , titulado ¿Lula puede cumplir lo que prometió a los indígenas?
, explica que durante la gestión neoliberal de Fernando Henrique Cardoso (1995-2002) fueron homologados 145 territorios indígenas en ocho años, y que con Fernando Collor (1990-92) se alcanzaron 112 homologaciones en sólo dos años y medio de gobierno. En contraste, durante los dos gobiernos de Lula 2003-10) se homologaron apenas 81 territorios indígenas y bajo Dilma Rousseff (2011-16) apenas 21 territorios. Resulta chocante que gobiernos conservadores hayan superado holgadamente al gobierno del Partido de los Trabajadores tanto en la legalización de territorios indígenas como en entrega de tierras a los campesinos.
Debemos explicar esta realidad, comprender que estamos ante un viraje del capital y del Estado. El problema que no se quiere ver, en parte por intereses inmediatistas de las izquierdas, pero también por la inercia que arrastra toda cultura política, es que el Estado ha mutado, que ha sido secuestrado por el 1% para blindar su poder y su riqueza. Esta mutación del capital, de la acumulación por reproducción ampliada a la acumulación por despojo, está en la base de los actuales Estados para el despojo
que fuerzan a los pueblos a protegerse de varios modos, desde las guardias indígenas y cimarronas hasta las autonomías y los autogobiernos territoriales.
En el reciente encuentro internacional El Sur Resiste, convocado por el Congreso Nacional Indígena y celebrado en el Cideci (San Cristóbal de las Casas), explicamos que la guerra de despojo apenas comienza, porque casi 40 por ciento de las tierras del continente siguen en manos de los pueblos originarios y negros, de pequeños campesinos, pescadores y de todas aquellas familias que producen alimentos, según informes anuales del Instituto para el Desarrollo Rural de Sudamérica (http://sudamericarural.org).
La disputa en el continente es por esos territorios que el capital aún no controla. Contrariando a Max Weber, debemos decir que hoy el Estado es aquella institución que articula las violencias contra los pueblos: militares, paramilitares, narco y de las más diversas pandillas. Apostar al Estado como herramienta de transformación supone abandonar a los pueblos a las manadas en armas.