n España los consejos reguladores (CR) hicieron acto de aparición con el Estatuto del Vino de 1932, cargados de un espíritu de autorregulación, semejante al de los sindicatos de vitivinicultores franceses o de los consorcios vitícolas italianos de principios del siglo XX. Éstos habían hecho frente a los negociantes que controlaban el comercio del vino, elaborado con uvas de diferente procedencia, pero que hacían pasar por originarias de alguna región, por ejemplo Borgoña, en Francia, porque tenían mejor reputación entre los consumidores.
Como figura jurídica los CR se reconocieron en España hasta 1970, con la aprobación del Estatuto de la Viña, del Vino y de los Alcoholes, en la Ley 25. Esto provocó discusiones sobre la naturaleza de los CR, porque eran considerados órganos desconcentrados de la administración y, por ende, como señala el doctor Sabaté Vidal a quien seguimos aquí, sin personalidad jurídica propia ni autonomía para la gestión de sus intereses.
Si un CR demostraba independencia administrativa, técnica, económica y financiera, podía reconocérsele autonomía para ciertas actividades. Por lo general, estos organismos estaban adscritos al Instituto Nacional de Denominaciones de Origen, que a su vez dependía del Ministerio de Agricultura; esto es, los CR formaban parte de la estructura estatal, entre otras cosas porque cumplían funciones atribuidas a la administración pública. Empero, como las DO eran concebidas como marcas colectivas, algunas de sus actividades correspondían al derecho privado. Ahí parte de las discusiones.
Hoy hay diferentes formas de operar de los CR en España. Por ejemplo, algunos de ellos tienen personalidad jurídica propia, desempeñan funciones que caen dentro del derecho público, pero también están sujetos al derecho privado. Esto es así porque algunas de sus funciones, en estricto sentido, deberían ser ejercidas por el Estado; sin embargo, con las nuevas tendencias en la arquitectura estatal, son un asunto de autoadministración. Otras acciones de los CR que no tienen una trascendencia pública y, por tanto, son sólo de interés para los agremiados, corresponden a la esfera de lo privado.
En lugar de estimarla como ambivalente y difícil de asir, conviene valorar la flexibilidad de esta figura, que dependiendo del tipo de acto que ejecute, será el corpus normativo al cual se someta: si es una función pública, le corresponde el derecho administrativo; si no, es derecho privado. Dos asuntos clave son, primero distinguir qué función se está ejerciendo, y segundo tener claridad de que aun cuando un CR tenga facultades para efectuar una función en representación de la administración, no tiene la potestad pública ( potestas), sino que ésta es propia del Estado y es intransferible. Entre estas atribuciones están las de inspección, de certificación, de aprobación, sanción o cancelación de su carácter como certificador a los organismos evaluadores de la conformidad, y en el caso mexicano, por ser el Estado el propietario de la DO, la de defender una denominación cuanto ésta sufra usurpaciones, falsificaciones, usos contrarios a los estipulados, así como aquéllos que induzcan a confusión o engaño al consumidor.
Que un CR auxilie o esté facultado para realizar ciertas funciones públicas, no implica asumir que es potestad exclusiva de ese organismo velar por el prestigio, el cumplimiento de la norma oficial mexicana correspondiente o asegurarse que las condiciones que dieron origen a la DO sigan vigentes. De aceptarse eso, además de convertir lo público en privado, estaríamos frente a un grupo de presión institucionalizado, como lo advierte el propio abogado Sabaté Vidal. Así cabe entonces preguntarse: ¿quién supervisa a los CR cuando cumplen funciones públicas que no son las de certificación?
Ahora en México una de las discusiones es si conviene tener varios CR para una misma DO, o si ello entraña dividir las DO en más pequeñas, representativas de la diversidad de procesos adaptativos entre grupos humanos y sus entornos. Para decirlo en lenguaje 4T: No se trata de que crezca la DO, sino que se reparta esa riqueza en las diferentes regiones con potencial para ello. Es posible que esta estrategia sea más acorde con el espíritu y sentido de las genuinas DO, concebidas como estrategias de desarrollo humano local con un fuerte compromiso por la sostenibilidad (económica, social, ecológica y ética).
Otra de las polémicas es si conviene seguir la ruta del mezcal, que pasó de tener un CR a cinco organismos evaluadores de la conformidad, lo que para algunos ha significado un problema y desprestigio, afirmaciones con las cuales no estamos de acuerdo.
El caso español ofrece alternativas para pensar. En varias comunidades autónomas, desde 2004, la sana distancia no sólo ha servido para distinguir si un CR realiza acciones de carácter público o privado, sino para separar con claridad quién ejecuta qué funciones: Unas de éstas siguen siendo ejercidas por los CR, pero otras, como las de certificación, ya no. Éstas han pasado a ser facultades de otros entes, o son compartidas. Por ello es nodal tener claro que los organismos evaluadores sólo certifican la conformidad de un producto con la norma oficial mexicana respectiva, lo cual no implica la desaparición de los CR, ni tampoco que éstos dejen de realizar otras acciones de carácter público para las cuales están facultados.
Si acaso sucediera que debido a la presencia de otros organismos certificadores los CR dejaran de existir, lo cual definitivamente no es lo deseable, las funciones que son potestad pública del Estado no desaparecen. Estemos tranquilos.
*El Colegio de Michoacán AC. Centro Público Conahcyt